Diario del Cesar
Defiende la región

El invierno, una tragedia cíclica

6

Colombia atraviesa nuevamente una de esas etapas que revelan, sin eufemismos, la vulnerabilidad estructural del país ante los embates de la naturaleza y la precariedad de sus respuestas institucionales. La segunda temporada invernal del año, que comenzó a mediados de septiembre y se extenderá hasta finales de diciembre, ha entrado en su fase más crítica, dejando a su paso una estela de desolación, angustia y reclamos por parte de comunidades que se sienten, con toda razón, abandonadas.

Tal como lo habían advertido los expertos del Ideam y la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres, los meses de octubre y noviembre serían de los más lluviosos en la última década, con precipitaciones muy por encima de los promedios históricos, especialmente en la región Caribe y la zona Andina. Sin embargo, las advertencias se quedaron, una vez más, en los escritorios. Hoy, el país amanece con más de 10 mil familias damnificadas en 22 departamentos, carreteras destruidas, cultivos perdidos, sistemas de acueducto colapsados y miles de niños y adultos mayores soportando las inclemencias del agua y el barro.

Lo más doloroso de esta tragedia es que no hay nada de imprevisto. Cada año, con la llegada del segundo semestre, las autoridades anuncian la temporada de lluvias, pero la reacción estatal sigue siendo reactiva y no preventiva. Los municipios, sin recursos ni apoyo técnico, enfrentan solos crecientes súbitas, deslizamientos y desbordamientos de ríos que ya no soportan más carga.

En departamentos como Atlántico, Magdalena, Bolívar y Córdoba, los aguaceros han sobrepasado los límites normales, anegando pueblos enteros, destruyendo vías terciarias y afectando la red eléctrica. En el interior, zonas rurales de Antioquia, Boyacá y Cundinamarca también reportan deslaves y pérdida de cosechas. El patrón se repite con una exactitud desoladora: se advierte el riesgo, se anuncian comités, pero la prevención se aplaza y la tragedia llega puntual.

El invierno de 2025 no solo está golpeando a las familias más pobres, sino que está dejando al descubierto la fragilidad del sistema nacional de gestión del riesgo. Muchas de las obras de mitigación construidas tras el fenómeno de La Niña 2010-2011 hoy están deterioradas o abandonadas. Los jarillones cedieron, las quebradas no fueron canalizadas, los planes de contingencia se archivaron, y la coordinación institucional —que debería ser un ejemplo de planeación— se diluye entre excusas, burocracia y promesas tardías.

Particularmente preocupante es la situación del Caribe colombiano, donde las lluvias han superado en más de un 40% los registros promedio. Santa Marta, Ciénaga, Fundación, Plato y Aracataca —por mencionar solo algunos municipios— han sufrido inundaciones, desbordamientos de ríos y deslizamientos en zonas urbanas y rurales. Las imágenes de barrios enteros bajo el agua, de campesinos perdiendo sus cultivos de yuca, plátano y maíz, y de familias rescatadas en canoas improvisadas, son el retrato de una crisis que pudo evitarse con una adecuada planificación.

Las autoridades locales piden auxilio. Reclaman maquinaria, ayudas, y presencia del Gobierno central. Pero las respuestas llegan tarde, fragmentadas, sin una estrategia clara de recuperación. La ciudadanía, hastiada de promesas, exige acciones concretas: evacuaciones preventivas, instalación de jarillones, rehabilitación de vías y un plan de asistencia alimentaria urgente. Es el mínimo deber de un Estado que se precia de tener un sistema nacional de gestión del riesgo.

Frente a esta situación, no basta con enviar kits humanitarios ni decretar calamidades públicas. Se necesita un plan de choque integral que articule la respuesta inmediata con acciones de largo plazo. El país debe redoblar la inversión en infraestructura resiliente al cambio climático, fortalecer los sistemas de alerta temprana, y garantizar la presencia permanente de equipos de atención en las zonas más expuestas.

Es imperativo que las alcaldías y gobernaciones activen sus comités locales de gestión del riesgo y trabajen de la mano con las comunidades. No se puede esperar a que los ríos se desborden para evacuar familias ni a que las montañas cedan para empezar a trazar mapas de riesgo. La prevención, en este contexto, no es un lujo: es una obligación ética y política.

El cambio climático ha hecho que los fenómenos naturales sean cada vez más intensos y frecuentes. No es posible seguir improvisando ante una realidad que exige planeación, ciencia y compromiso político. Las lluvias seguirán, al menos hasta mediados de noviembre, y los expertos advierten que aún falta lo peor. Por eso, el llamado a los gobiernos nacional y locales es a actuar con urgencia, a reforzar la infraestructura, a proteger a los más vulnerables y a no repetir los errores del pasado.

Cada gota de lluvia que cae sobre Colombia hoy tiene el peso de la historia y la negligencia acumulada. El invierno no es solo un fenómeno natural; es también un espejo de nuestras falencias institucionales. Detrás de cada cifra hay un rostro, una familia, una vida que sufre las consecuencias de un Estado que no prevé, que llega tarde y que no aprende.

Es momento de que la prevención deje de ser un discurso y se convierta en acción. Que la inversión en obras hidráulicas y mantenimiento de cuencas no sea un asunto estacional, sino una política permanente. Y que, sobre todo, los colombianos comprendan que la adaptación al clima no depende solo del Gobierno, sino también de una ciudadanía vigilante, consciente y solidaria. Porque si algo deja claro esta nueva emergencia invernal es que Colombia no puede seguir viviendo entre el agua y la indiferencia.