Diario del Cesar
Defiende la región

La desenfrenada violencia política en Colombia

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En un país que ha intentado, durante décadas, escribir nuevas páginas de reconciliación, el año 2025 vuelve a mostrar los signos más crudos de un fenómeno que parecía condenado al pasado: la violencia política. Los recientes informes de la Misión de Observación Electoral (MOE) confirman que Colombia vive una preocupante escalada de agresiones, amenazas y asesinatos contra líderes sociales, candidatos y militantes de diversas corrientes políticas, en vísperas de nuevos procesos electorales locales y regionales. La denuncia de la MOE es clara y contundente: no existen garantías plenas para el ejercicio libre de la participación política, y eso constituye una alarma democrática de primer orden.

La organización advierte que las cifras son más que preocupantes: más de un centenar de hechos violentos, entre ellos homicidios selectivos, atentados, desplazamientos forzados y amenazas colectivas, han sido documentados en los últimos meses. El patrón es el mismo de los años más oscuros: los actores violentos —disidencias armadas, grupos narcotraficantes, estructuras criminales locales— se erigen en jueces y verdugos de la democracia, intentando silenciar voces, imponer agendas o eliminar liderazgos comunitarios. En muchos municipios del país, hacer política es hoy una actividad de alto riesgo.

Las regiones más golpeadas, según la MOE, son aquellas donde históricamente se han cruzado los intereses de economías ilegales con la débil presencia del Estado. Es un escenario que debilita la democracia desde sus cimientos, porque la participación libre, plural y sin coerción es la esencia misma del sistema republicano.

La denuncia de la MOE no es solo un registro estadístico. Es un grito de advertencia que pone en evidencia la ineficacia de las instituciones encargadas de garantizar la seguridad electoral y la protección de quienes ejercen liderazgo político o social.

El Gobierno Nacional ha reconocido la gravedad del problema, pero los esfuerzos siguen dispersos entre distintas entidades, sin una política de Estado coherente que enfrente la violencia política de manera estructural. No basta con anunciar planes de protección cada vez que ocurre un crimen; se requiere una verdadera estrategia de prevención, inteligencia y presencia territorial efectiva. El Estado no puede seguir llegando tarde, cuando el líder ya ha sido asesinado o cuando el miedo ya se ha instalado en la comunidad. De nada sirven los homenajes póstumos ni los comunicados de condena si la impunidad sigue siendo la constante.

Por otro lado, esta situación refleja un deterioro preocupante del clima político nacional. La polarización, el discurso de odio y la estigmatización ideológica han vuelto a ser armas de uso cotidiano en la contienda pública. Esa retórica, alimentada por sectores extremos, termina legitimando, de alguna manera, la violencia real sobre los cuerpos y las vidas de quienes piensan distinto. La violencia política no empieza con un disparo: empieza con la intolerancia.

Colombia necesita, con urgencia, reencauzar su espíritu democrático. Las elecciones, más que un campo de batalla, deben ser un espacio de encuentro y deliberación pacífica. No hay democracia posible si la gente teme expresar su opinión o si las comunidades no pueden elegir libremente a sus representantes. El derecho a participar en política no es una concesión del Estado: es una conquista de la sociedad, consagrada en la Constitución y reforzada por los acuerdos de paz. Desconocerlo, o permitir que sea anulado por el miedo, equivale a traicionar el pacto democrático.

La MOE ha cumplido con su deber ciudadano: advertir el peligro. Ahora corresponde a las autoridades —al Gobierno, a la Fiscalía, a la Procuraduría, a la Defensoría del Pueblo— actuar de manera coordinada y decidida. No se trata de discursos, sino de resultados concretos: desmantelar los grupos armados que operan en territorios electorales, investigar y sancionar los delitos políticos, garantizar protección efectiva a candidatos y líderes, y sobre todo, reconstruir la confianza ciudadana. Cada vida que se pierde por razones políticas es una derrota colectiva de la nación. Los líderes asesinados no son simples cifras: son voces silenciadas que representaban esperanzas, causas, comunidades enteras. Defender sus vidas es defender la posibilidad misma de construir un país diferente, donde el debate sustituya la bala y la palabra recupere su poder transformador.

La violencia política no puede ser el precio habitual de la participación. Si el Estado no logra garantizar que cada colombiano pueda pensar, opinar y actuar sin miedo, entonces el sueño democrático seguirá siendo una promesa incumplida. Y en un país que se precia de haber firmado la paz, eso es, sencillamente, inaceptable.