La confiabilidad en el organismo encargado de dirigir el proceso electoral y determinar sus resultados es indispensable para la legitimidad del sistema democrático. En las últimas décadas han sido constantes los esfuerzos para mejorar las capacidades de la Registraduría y fortalecer los instrumentos que garanticen transparencia en las elecciones presidenciales, del Congreso y de gobernadores, alcaldes, diputados y concejales en los ámbitos departamentales, y municipales, y con ello asegurar la legitimidad de sus resultados. La expresión y concreción más certera de esos esfuerzos acompañaron la elección de Gustavo Petro a la presidencia de la República.
Por ello sorprende y preocupa que el gobierno lleve a cabo un hostigamiento reputacional y presupuestal encarnizado contra la autonomía e independencia de la Registraduría, sin asidero ni antecedentes en nuestra historia desde los tiempos del Frente Nacional. Pareciera que su objetivo sea el de minar la confianza en las reglas de la democracia, afectando su ejercicio mediante intervenciones que impacten las distintas etapas del proceso electoral.
Pero las intenciones de Petro no se reducen al ejercicio del control o debilitamiento de la Registraduría. Entiende que el debate electoral no pude versar sobre su calamitosa gestión de gobierno que la inmensa mayoría de los colombianos padece y rechaza, constatación que lo impulsa a la definición de un campo de batalla que induzca a extender una cortina de humo sobre su gestión, y sea lo suficientemente sugestiva para capturar la atención ciudadana y habilitar el despliegue de su intolerancia, el torrente de sus odios y de sus ridículas galácticas fantasías.
Maestro de la falacia, con el supuesto animo de aportar a la construcción de la paz el presidente sorprende al país con la designación como gestores de paz de los 18 más connotados exjefes paramilitares, todos perpetradores de delitos de lesa humanidad, incluyendo aún a los que todavía se encuentran en las cárceles de los Estados Unidos pagando las condenas que no supimos o no pudimos imponerles en Colombia. Concederles verdad a sus pronunciamientos equivale a una abierta denegación de justicia y a una insoportable e intolerable revictimización de las innumerables personas y estamentos sociales que padecieron su violencia y salvajismo. Suponer que quienes no han entregado verdad ni reparación sean capaces de contribuciones a la paz mediante “su conocimiento y experiencia en actividades de construcción de paz y garantías de no repetición, estructuración de procesos de paz y estrategias de acercamientos con actores armados ilegales», no deja de ser una crueldad sin límites para sus innumerables víctimas y un insoportable cinismo, además de un desafiante insulto y un maligno reto a los más elementales principios de la justicia. No extraña entonces que la Corte Suprema de Justicia haya denegado toda posibilidad de libertad para Mancuso y cuestionado que se le tuviera como gestor de paz. Rechazó el beneficio de la libertad por querer favorecerlo “sin contraprestación y contención alguna, pese a la ausencia de contribución real a la verdad y la reparación de las víctimas por parte del postulado”. Nuevamente la justicia cumple con su deber y señala las exigencias que son ineludibles en un estado de derecho.
Los delitos de lesa humanidad son imprescriptibles, no toleran amnistías ni indultos y exigen además de verdad, la severidad de las penas que merecen y la reparación integral de sus víctimas. El que los integrantes del M-19 hayan escapado a la aplicación de esos principios no liberan las conciencias de los que perpetraron esas conductas. Muchos honraron sus compromisos, contribuyeron a la construcción de la Constitución de 1991 y se granjearon el respeto de los colombianos que hoy no debe sacrificarse por el dogmatismo ideológico del presidente.
El país anhela paz y reconciliación, sentimientos que el presidente no debe subestimar ni atropellar, si quiere perdurar, aunque sea tímidamente, en la historia de Colombia.
*Analista