Diario del Cesar
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Secretos de un legado que los nazis llevaron a Chile

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Jaime Parra obedeció, una por una, las órdenes que le dieron durante el año que estuvo en el internado de Colonia Dignidad en Chile. La última, en febrero de 1997, fue que comenzara a llorar.

Se la dio un colono alemán, uno de los que administraba el lugar, el día que su madre fue a llevárselo de allí. Era lo que el niño llevaba esperando durante todos esos meses, pero en cuanto el hombre le dijo: “Tienes que ponerte a llorar”, Jaime sintió las lágrimas sin encontrar una razón.

Mantuvo el llanto durante todo el camino de salida en medio de los prados con ciervos y los edificios con arquitectura alemana de la década del 40. Ese era, sin duda, “el lugar más hermoso del mundo”. Lo había pensado cuando llegó un año antes, en 1996, con 9 años, por invitación del jerarca de la Colonia, Paul Schafer, un antiguo enfermero alemán al que todos conocían como el “Tío Permanente”.

Los extranjeros habían construido, desde su llegada en 1961, un ideal verde en medio del paisaje árido de la comuna de Parral, 350 kilómetros al sur de Santiago de Chile. Un “pequeño Estado” de 137 kilómetros cuadrados que replicaba todo lo que podía imaginarse en el mundo a gran escala: escuela, hospital, dormitorios, dos pistas de aterrizaje, restaurante y hasta central eléctrica.

Fue en una de las visitas al hospital que, después de ser interrogado minuciosamente por una enfermera sobre los ingresos de sus abuelos y su mamá, a Jaime le ofrecieron un beneficio especial: estudiar en el internado al que hasta entonces solo iba los fines de semana como el resto de niños de la zona.

Para su familia significaba librarse de gastos en útiles escolares, uniformes y matrículas para los que empezaban a quedarse cortos, con el agregado de que su hijo estudiara en un colegio extranjero y aprendería un segundo idioma.

Durante sus primeros días en la Colonia, Jaime se dedicó a jugar. La jornada de estudio, de tan solo tres horas, contrastaba con el tiempo que les permitían correr en las praderas, que era prácticamente el resto del día. Las actividades, dirigidas por los colonos, consistían en competencias como quién recogía más manzanas o araba más rápido la tierra.

Con los días el niño descubrió que cumplía con esos retos con un horario. También, que a su lado, en lugar de niños chilenos como él, había cada vez más colonos alemanes que apenas hablaban español. Personas que habían llegado allí cuando tenían su misma edad y desde entonces vivían separados estrictamente entre hombres y mujeres, sin noción de vínculos como padres y hermanos, artefactos como calendarios o relojes, en un mundo sin voluntad o tiempo en el que solo existía la figura del “Tío Permanente”.

Schafer era como un descuido que la historia se olvidó de borrar. Este alemán nacido en 1921 instaló a este lado del Atlántico una especie de paraíso conservador en el que las personas vivían como si “mayo del 68 no hubiera existido, ni nunca se hubieran desmoronado las viejas virtudes”, como lo describió el periodista P. Dirk Kurbjuweit en un artículo de 1997 para el periódico alemán Die Zeit.

Durante las cuatro décadas que vivió en Alemania, Schafer siempre frecuentó comunidades tendientes a seguir a un líder. Comenzó como trabajador en una iglesia protestante, de la que fue expulsado a fines de los años cuarenta por acusaciones de abuso sexual y poco después instaló en el pueblo de Lohmar otra comunidad, la “Misión Social Privada”, cuyos miembros se dedicaron a “un duro trabajo agrícola sin remuneración”, de acuerdo con la revista alemana Spiegel.

Schafer también sintió atracción por el nazismo. Estuvo en las juventudes hitlerianas y, durante la Segunda Guerra Mundial, asistió a los batallones alemanes como enfermero. Fue entonces cuando comenzó la construcción de una leyenda sobre sí mismo. Atribuyó la pérdida de uno de sus ojos, reemplazado con uno de vidrio, a una herida de guerra que, para los escépticos, buscaba ocultar un accidente con un tenedor intentando ponerse un zapato.

Años después de la guerra, en 1961, cuando volvió a ser acusado de abuso sexual, Schafer tomó un centenar de sus seguidores y partió con ellos hasta Suramérica, donde fue recibido con gusto por el gobierno chileno de Jorge Alessandri, quien le concedió a la Colonia personería jurídica y exenciones de impuestos.

Allí, en silencio, bajo el lema de “el trabajo nos hace felices”, fue creciendo en el corazón de Chile una Alemania del pasado, amparada por una amistad con el Estado que se fortaleció con la llegada de la dictadura militar de Augusto Pinochet en 1973.

Tras los senderos con árboles geométricos y los cultivos abundantes, Colonia Dignidad construyó una fortaleza aislada por la Cordillera de los Andes y por el Río Perquelauquén, custodiada por perros, por un sistema eléctrico que cercaba los 132 kilómetros cuadrados, y rayos infrarrojos ocultos en los árboles y en piedras ahuecadas.

Un espacio seguro para torturas y desapariciones políticas –como denunció Amnistía Internacional en 1987 y luego comprobaron, entre otros, los documentos desclasificados por Alemania en 2016–, cuyos habitantes alemanes originales comenzaron a renovarse con los niños chilenos cedidos por los habitantes de la región, con la promesa de una educación europea.

“El Tío Permanente te va a duchar”, dijo el colono con un español precario. Jaime respondió “Ya me duché”, pero el alemán lo cortó en medio de la frase y dijo: “Usted lo que debe hacer es callarse y obedecer”.

Jaime, en efecto, calló. No le dijo a nadie lo que pasó esa noche en el penthouse alfombrado de Schafer. Ni a los alemanes durante la jornada de trabajo; ni a los otros chilenos, Eduardo Sepúlveda y Rodrigo Parra, su primo, quienes habían ido a vivir con él al Kinder House junto con los alemanes; tampoco le habló a su abuela, a la que le exigían trabajar en las cocinas de la Colonia para permitirle ver a su nieto por un minuto.

La siguiente noche, cuando al que fueron a recoger fue a uno de sus compañeros, Jaime siguió en silencio. Lo mantuvo hasta que días después, en un descuido de los colonos quienes siempre los vigilaban, alcanzó a decirle a su primo: “Anoche fui donde el Tío Permanente”. “A mí me tocó antenoche”, respondió él. No dijeron nada más. Inclinaron la cabeza y lloraron.

En adelante, los recuerdos se confunden, son solo imágenes: Jaime rebelándose en la habitación de Schafer; luego recibiendo unas pastillas del médico de la Colonia, Harmut Hopp; después perdiendo la consciencia al tomar un jugo de manzana con un sabor extraño y despertando en las piernas de Schafer.

“Son vitaminas, para que no se enfermen”, recuerda Eduardo que les decían los colonos. Con los días, él y Jaime comenzaron a obedecer sin oponerse a cualquier orden. No importaba si esta era: “Quédate todo el día de espaldas mirando a una pared” o “Tu mamá viene por ti, vamos a dar un paseo para que no te lleve”.

Afuera, los familiares libraban una batalla por la libertad de sus hijos, contra la justicia y contra el poder político de Schafer, entre cuyos defensores estaba el entonces diputado Hernán Larraín, hoy ministro de justicia del gobierno de Sebastián Piñera. Sus palabras entonces son un dedo que lo sigue señalando dos décadas después: “Dejen tranquilos a esos colonos alemanes que han hecho producir los campos áridos del Parral”.

Larraín criticaba los allanamientos que, por presión de las madres, comenzaron a realizarse en la Colonia para intentar sacar a los niños. Entonces, se volvió una rutina que los colonos despertaran a los internos a las 5 de la mañana y los sacaran de la zona en varias 4×4. Pasaban las siguientes 8 horas bajo los árboles, escuchando el ruido de los helicópteros del departamento de Investigaciones.

Ninguno replicaba. La belleza admirada por Larraín y por parte de la política chilena la habían construido niños que, desde los 6 años, trabajaban cargando piedras, cortando árboles y siendo golpeados en el suelo cuando no podían más; a los que en la noche pasaban a recoger para llevarlos ante la puerta de Schafer y que aceptaban todo esto como espectadores indiferentes de sus propias vidas. “Éramos como vasijas vacías”, dice Jaime. “Si me dejabas en un sitio, yo me quedaba ahí, sufriendo lo mío, sin que el resto del mundo me importara realmente”.

Colonia Dignidad tenía un territorio de 137 kilómetros cuadrados. Hospital, escuela y hasta planta eléctrica.

El mayor sistema represivo de la historia de América Latina, que no pudo ser detenido ni por las denuncias que durante tres décadas hicieron los colonos escapados, ni por la llegada de la democracia a Chile y la pérdida de la personería de la Colonia en 1991, se desmoronó por la voluntad de un niño de 12 años que quería patear un balón en lugar de lanzarlo con la mano.

Fue uno de los compañeros internados con Jaime, quien luego eligió que su nombre no fuera recordado. Un día de 1997, se escabulló en un rincón del baño al que no llegaban las cámaras y, en la oscuridad, escribió en un pedazo de papel un mensaje pidiendo ayuda. Lo guardó hasta el fin de semana, cuando llegaban de visita los niños chilenos que no estaban internados y aprovechó un apretón de manos para entregarlo a uno de ellos con una advertencia: “No lo leas, entrégaselo a mi abuela”.

La motivación que lo llevó a sobreponerse a los fármacos y a la mirada vigilante de los colonos parecería trivial: en la Colonia estaba prohibido el fútbol, los alemanes solo les permitían jugar handball, y a él no le gustaba.

Ese acto, explica el abogado de las víctimas Hernán Fernández, fue el que permitió la libertad de ese niño y, eventualmente, del resto de víctimas. “Se dice que las grandes mafias caen por el dinero. Pero en el caso de la Colonia el Estado chileno no hizo nada, el Estado alemán no hizo nada, los que se atrevieron fueron un puñado de niños entre 7 y 13 años y sus familias”, dice Fernández.

Todos hacen parte de los 11 chilenos que en 1997, con el apoyo del abogado, sellaron el fin de Colonia Dignidad con la demanda por abuso sexual contra Schafer que llevó a su orden de captura y, luego, a su huida por los túneles subterráneos que había construido bajo la Villa Baviera.

Nunca volvieron a verlo en persona. Se convirtió en una imagen exclusiva de la televisión y de los carteles de se busca; en el apodo con el que tuvo que cargar Jaime a su regreso a una escuela regular cuando comenzaron a llamarlo “Paul Schafer”. Era un nombre lejano pero constante que siguió presente incluso después de que en 2005 el pastor fuera detenido en Buenos Aires y de que, 5 años después, un paro cardíaco lo matara en su celda en Chile.

En cuanto supo la noticia, Eduardo creyó sentir alivio. Luego supo que era rabia. “Debería haber pagado más. Morir es la forma más fácil de pagar un pecado”, dice.

Pero el de Schafer –el experimento de fundar una comunidad diseñada para destruir la voluntad de sus miembros– es un pecado que no puede cometer un solo hombre. La caída del jerarca sacó al mundo a colonos alemanes que habían pasado toda su vida sin saber siquiera el nombre del país en el que vivían, como niños expulsados de una cápsula del tiempo, pero también a los colonos que “cruzaron la línea hacia el poder, aquellos que traicionaron a sus compañeros para convertirse en sus represores”, dice Hernán.

Hace un año, Jaime se vio con uno de ellos en un encuentro de víctimas en la ciudad de Talca. Era el mismo que, cada noche, lo llevaba ante la puerta de Schafer. “Al final, se me acercó y me dijo que él también era víctima, que no había podido crecer con sus padres. Yo entiendo eso, pero una vez nos liberamos, nosotros hicimos la denuncia. Ellos callaron. Eso los hace cómplices”.

Para Hernán, Colonia Dignidad “refleja lo peor del ser humano, pero también lo mejor”. Los límites entre estas dos categorías, sin embargo, son difusos.

No es claro lo que separa a un niño que pierde su autonomía y se convierte en un cómplice de Schafer, de aquel que se revela ante él. Lo que hay detrás del impulso de decidir, ese salto al vacío cotidiano que Schafer negó durante tres décadas, hasta que su sistema de represión perfecto se topó con la voluntad de un niño que no quería vivir en un mundo en el que los balones no pudieran ser pateados