Santa Marta es desde hoy el corazón político de Occidente. Entre el 9 y 10 de noviembre, la ciudad será escenario de uno de los encuentros internacionales más estratégicos de los últimos años: la IV Cumbre CELAC–UE, una cita que reúne a los principales liderazgos de Europa, América Latina y el Caribe para discutir y redefinir las líneas de acción en torno a la triple transición energética, digital y ambiental. Es, sin exagerar, el mayor evento de diplomacia birregional que Colombia haya hospedado en décadas.
Lo que está en marcha hoy en Santa Marta es más que un protocolo, más que la interminable secuencia de discursos, fotografías oficiales y acuerdos a puerta cerrada que suele caracterizar a las reuniones internacionales. Aquí se juega el reposicionamiento político de Colombia, la reconfiguración del multilateralismo y, sobre todo, el reconocimiento de Santa Marta como un territorio capaz de recibir, proteger y articular el encuentro de 12 jefes de Estado, 6 vicepresidentes, 23 cancilleres, 17 jefes de delegación y representantes de 21 organizaciones internacionales.
Nunca antes la ciudad había concentrado semejante peso geopolítico. Y ello, por sí solo, ya constituye un hito histórico.
La Cumbre CELAC–UE llega en un momento en el que el mundo parece caminar por senderos de incertidumbre. Con la guerra en Europa del Este, las tensiones entre potencias, la crisis energética mundial y los efectos cada vez más severos del cambio climático, las relaciones entre regiones ya no pueden limitarse a gestos diplomáticos de buena voluntad. Necesitan acciones. Necesitan resultados. Necesitan compromisos serios. Por eso es tan relevante que esta cumbre tenga un objetivo explícito: renovar el multilateralismo, repensarlo y ajustarlo a la nueva realidad global. Europa necesita a América Latina tanto como América Latina necesita a Europa. La primera busca acceso a materias primas estratégicas, rutas de energía limpia, estabilidad política y socios confiables. La segunda necesita inversión, tecnología, cooperación climática y un respaldo internacional que no esté sujeto a los vaivenes ideológicos de turno.
Santa Marta, sin pretenderlo, se convierte en el eje de estas tensiones y esperanzas. La ciudad oficia como el espacio neutral en el que ambas regiones pueden reconocer sus diferencias, reencontrar sus coincidencias y proyectar un plan de trabajo conjunto para los próximos dos años.
El concepto de triple transición es el corazón de la agenda de la cumbre. No se trata de un eslogan, sino de una hoja de ruta estratégica con metas verificables. Europa busca aliados que le permitan acelerar la transición energética mientras reduce su dependencia de combustibles fósiles y de proveedores políticamente inestables. América Latina y el Caribe, por su parte, son territorios privilegiados en biodiversidad, recursos naturales, potencial eólico y solar, además de poseer uno de los laboratorios climáticos más importantes del planeta: la Amazonia.
De igual manera, la transición ambiental exige más que discursos. El planeta está llegando a límites irreversibles y esta cumbre servirá como plataforma para aterrizar proyectos que puedan ejecutarse en el corto plazo. Colombia, y específicamente Santa Marta, son territorios especialmente vulnerables al aumento del nivel del mar, la erosión costera y la crisis hídrica. Que aquí se discuta el futuro ambiental del hemisferio es simbólico, pero también urgente.
La sola presencia de Lula, Costa y Sánchez ya es suficiente para colocar a Santa Marta en el radar mediático global. Pero el conjunto de invitados muestra una cumbre que no es simbólica, sino decisiva.
La magnitud del evento exigió una operación logística y de seguridad que le da a Santa Marta una estampa pocas veces vista. Desde hace días se ejecuta un plan de control que involucra unidades élite de la Policía Nacional, grupos antiexplosivos, fuerzas de inteligencia, escuadrones de protección de dignatarios, equipos navales, sobrevuelos, cierres viales y monitoreo permanente en zonas estratégicas.
Nunca antes la ciudad había tenido un dispositivo de seguridad comparable. Y ello, lejos de generar tensión, se ha convertido en una oportunidad: Santa Marta demuestra que puede hospedar eventos de alta complejidad, que tiene capacidad institucional y que cuenta con el respaldo logístico del Estado colombiano para garantizar la integridad de los líderes más influyentes del hemisferio.
La dimensión cultural de la cumbre también aportó una capa adicional de visibilidad. Festivales, agenda turística, muestras gastronómicas, exposiciones artísticas y recorridos protocolarios ya están en marcha. La ciudad se muestra al mundo en todas sus dimensiones: su mar, su sierra, su multiculturalidad, su historia, su vitalidad económica y su potencial regional.
No es exagerado decir que esta cumbre redefine la posición de Santa Marta en el mapa global. La ciudad pasa de ser un destino turístico emblemático a convertirse en un eslabón de la diplomacia internacional.
Santa Marta emerge, por unos días, como el epicentro de la atención mundial. Y depende de Colombia aprovechar este impulso para convertirlo en un punto de partida, no en un punto aislado.
El desafío apenas comienza. Pero la oportunidad es inmensa.