Por
ALBERTO
LÓPEZ
FAJARDO*
Es un lugar común entre los colombianos, que es el Congreso de la República una de las instituciones más estigmatizadas de nuestra democracia. Su vida institucional ha oscilado entre las consideraciones del libertador Simón Bolívar al llamarlo el de 1.830 un Congreso Admirable y los embates de las clausuras por los gobiernos en 1.904, 1.921 y 1.952, este último creador de otra Asamblea Nacional Constituyente que permitió en 1.954 el tránsito de la hegemonía conservadora hacia un régimen de estirpe militar cuyas consecuencias políticas todos conocemos. Hasta la fecha, y especialmente en los últimos treinta años de una nueva vida constitucional, la actividad del Congreso ha estado marcada en sus decisiones legislativas, más por la influencia del paramilitarismo y el narcotráfico, que en una cultura de “hacer las leyes” que nos den la posibilidad de variar el rumbo de lo que comúnmente se llama el orden institucional.
La Asamblea Constituyente de 1.991 genitora de la Constitución que nos rige, en su amplio catálogo de derechos fundamentales y la forma de garantizarlos, ha brindado el escenario propicio para que el parlamento promueva los cambios que requiere nuestra sociedad, planteando las fórmulas y soluciones que nos permitan dejar atrás nuestro atraso, nuestra agobiante marginalidad y nuestro subdesarrollo. Pero la politiquería y la corrupción electoral han dado al traste con una decente conformación humana de lo que representa la tercera parte del poder público. Seguimos teniendo la idea de que el Congreso es una gran recinto de bochinches, peroratas interminables y medianas, donde brillan por ausentes la inteligencia, la sensatez, el compromiso con la sociedad; pero de un altísimo costo para los contribuyentes.
El hecho histórico, acéptese o no, de que el actual período legislativo coincida con el primer gobierno de izquierda en Colombia, no les permite a los congresistas soslayar la gran responsabilidad que el Congreso tiene, frente a ese mar inmenso que significa ser los garantes, con la construcción de las leyes, en la salvaguarda de los derechos humanos, de la justicia social, del desarrollo, de la paz social, de los sustanciales cambios que exigen la política laboral y agraria en el país, en la educación y la cultura de los colombianos.
No es arriesgado afirmar que, en la reglamentación del nuevo modelo constitucional, la producción legislativa ha estado signada por la mediocridad y por el incumplimiento de la voluntad popular, quizá la principal causa de nuestro retraso. Cuarenta millones de colombianos sin empleo, sin posibilidades de tener acceso a la tierra, a los servicios públicos, a una vivienda digna, a la educación, a la salud de fácil recibo, son factores profundamente incidentes en la negligencia dirigencial, en los estados de corrupción estatal y violencia que nos identifican como nación, propiciado por un aparato legislativo que ha hecho leyes en una sola vía, quizá en beneficio de sus facilitadores electorales, y no para respaldar las grandes reformas que favorezcan la productividad y el crecimiento individual y social de los colombianos.
Necesitamos construir un modelo legislativo que evite la vieja confrontación entre la Ley y la justicia, para que la segunda no supere la primera y de una vez por todas podamos distinguir entre lo que es justo y lo que es legal, que ahora parece que no lo entendemos, contrariando la vieja retórica doctrinal. Urgimos los colombianos por un régimen de producción agraria que nos permita pasar del lujo de la propiedad privada socialmente inútil a la propiedad productiva, que nos de la posibilidad de autoabastecernos alimentariamente y que haya consecuentemente menos hambre y menos pobreza. El Parlamento tiene la ineludible obligación de otorgarle al Estado las herramientas necesarias para acabar con la corrupción oficial y privada para que los billones de pesos que Su Majestad le roba al Estado pasen a la formación de una sociedad más equitativa. Brindarle a la juventud un nuevo orden legal educativo para que las oportunidades en la educación y la cultura sean reales y suficientes. La sociedad colombiana le exige al Congreso de la República que, mientras los cambios institucionales sigan mereciendo su voto de confianza, por lo menos legisle en defensa de los derechos humanos y de la justicia social para todos.
*Abogado Laboralista*Profesor universitario*Escritor.