Tocan con el alma y con pasión, con profesionalismo, con el estómago vacío y con la ilusión de que su país, Venezuela, salga de la crisis en la que se encuentra. Entre risas y chanzas disfrutan el día a día en las esquinas, andenes, buses y restaurantes. Ellos son la nueva generación del rebusque.
Para ellos el trabajo no es un drama, es un goce. Lo hacen en medio de las altas temperaturas, del inclemente sol, del tráfico y la congestión peatonal, con hambre, sueños y esperanza.
La mayoría son venezolanos, unos cuantos peruanos, ecuatorianos y otros colombianos. Todos le ponen el mismo empeño y amor a su labor. Algunos andan con sus guitarras viejas, otros con sus cuatros en buen estado, así como violines y trompetas.
Antonio, William y José Luis hacen parte de ese grupo de ciudadanos extranjeros que han convertido las calles de Valledupar en su mejor escenario y los peatones y pasajeros de buses en su público favorito. Trabajan por separado, cuando de subir a los vehículos de transporte público masivo se refiere (los conductores solo les permiten uno por recorrido).
Este trío luce gorra, jeans y suéter, uno con tatuaje en el pecho y otro un poco tímido se aleja. A los tres les ha tocado aprender a tocar vallenato, el cual les desplazó un poco las baladas, rancheras, el pop y el rock. “Lo hicimos para agradar a la gente”. Confiesan que en Venezuela la música era su hobby y en Colombia su estilo de vida. Uno es electrónico, otro técnico en comunicaciones y el otro prefiere no dar declaraciones.
Mientras estira el brazo para detener un bus para seguir su actividad diaria, William vestido con sudadera gris, camiseta y gorra un poco más oscura, agradece a la ciudad. “Esta es una gente hermosa que nos apoya, ¡gracias!”, exclama.
A pocos pasos se encuentran Raimon Sanz y Marcos Bermúdez, ambos venezolanos; uno de Maracaibo y otro de los Llanos. Se conocieron en la universidad, uno es profesor y otro el alumno. El más joven toca violín y el más maduro el cuatro. Están ubicados sobre la carrera 16, en frente de la Plazoleta de la Gobernación del Cesar. Ambos hacen un ‘dúo admirable’, dice la gente, tanto que les piden canciones como ‘Pierde conmigo la razón’ de Silvestre Dangond.
“….Pierde conmigo la razón, que no es pa’ acuerdos este amor”, se escucha.
Su show es continuo, con ciertos descansos de pocos minutos. La intención es no perder tiempo porque cada segundo es importante para recolectar un peso más. Y aunque terminan cansados, su trabajo es de consagración absoluta. Es su pasión y sustento.
Esa exhibición en las calles de Valledupar les ha permitido mostrar su talento. Ambos han sido contratados para eventos con la Orquesta Filarmónica del Cesar para reforzar la música clásica en este sector cultural donde predomina el vallenato. También dan clases y talleres de forma gratuita a niños y niñas. Están tan enamorados de la ciudad que al preguntarles si quieren regresar a su país su respuesta al unísono es un rotundo NO. Dicen que luego de bañarse en el río Guatapurí su pensamiento es quedarse.
Se ganan en promedio 30.000 pesos al día –si llega a ser bueno-, que sería según ellos un salario mensual en Venezuela a raíz de la crisis que atraviesa. En otras ocasiones se van con solo $20.000 o $5.000 por muy mala que haya sido la jornada.
Pero su mejor regalo no viene en efectivo. Aseguran que la música como lenguaje universal impulsa la paz, aquella que muchos sienten al escuchar sus notas. Olvidan sus penas y su sonrisa se convierte en otra arma más para dejar atrás la necesidad.
En varios restaurantes el ambiente es igual, la armonía de una o dos o tres guitarras alegran a quienes llegan en pareja o familia a almorzar o cenar. A mediodía es más fácil verlos frecuentar. Algunos llegan tímidos, otros más sueltos, y al final una nota musical hace que de los clientes nazca un gesto de gozo y bienestar. Composiciones que remueven el alma y que se extienden por casi toda Valledupar, ellos son los que le ponen el ritmo a la ciudad.