Los colombianos debieran sentir venguenza cada vez que los órganos de control pone de presente las artimañas y la porquería con la que los delincuentes electorales pretenden torcerle el cuello a la democracia. La anulación de casi un millón de cédulas por inscripción fraudulenta es un claro ejemplo de lo que ocurre con nuestra sociedad.
Está en curso el más de los accidentados debates electorales, donde el asesinato de candidatos, la amenaza a centenares de ellos, la extorsión y la compra de votos está sobre la mesa.
Cuando se aproxima el debate electoral de cara a los comicios del próximo 27 de octubre para escoger a los gobernadores, alcaldes, diputados, concejales y ediles que tomarán el mando de los ejecutivos y legislativos departamentales y municipales a partir del 1 de enero, podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que serán una de las elecciones donde el fraude será el común denominador.
Sin embargo, las alertas están prendidas en distintos flancos. El más grave, sin duda alguna, está relacionado con el creciente clima de violencia que se ha tomado la contienda proselitista, sumando ya cinco candidatos asesinados, más de siete atentados así como decenas de casos de amenazas e intimidaciones de diversa índole a los aspirantes y partidos de todo el espectro político e ideológico. Como lo advertimos en estas páginas días atrás, la mayoría de los ataques son producto de fenómenos de delincuencia común y organizada de orden típicamente local y regional, que buscan cooptar a sangre y fuego el poder territorial, ya se trate de actividades relacionadas con el narcotráfico, la minería criminal, la tala ilegal de árboles o las propias redes de corrupción y carteles de contratación que medran los presupuestos de gobernaciones y alcaldías.
El otro gran flanco débil de la actual puja democrática está relacionado con la transparencia proselitista. Ya desde meses atrás se había denunciado en distintas regiones posibles anomalías en la financiación de algunos candidatos. El propio Gobierno ha alertado sobre el riesgo de que fenómenos mafiosos y corruptos se infiltren en el poder local. La Procuraduría General identificó a 694 candidatos inhabilitados y a 532 se les revocó la inscripción, cifra que se acercará a los 1.000 aspirantes. A ello se suma que el Consejo Nacional Electoral (CNE) se apresta a decidir en próximos días sobre centenares de candidatos que estarían inhabilitados, lo que tendría una consecuencia para los partidos y movimientos políticos que los avalaron. Según el último reporte del Ministerio del Interior, 93.688 (80%) de los 117.822 candidatos inscritos fueron consultados en la Ventanilla Única Electoral Permanente pero 24.134 no pasaron por ese filtro. A ello se suma que el propio CNE denunció esta semana que solo el 2,6 por ciento de los aspirantes han reportado sus ingresos y gastos al aplicativo de Cuentas Claras.
Por último, la cartera política reportó el martes pasado que, a 13 de septiembre se había recibido más de 2.060 quejas por presunta violación a normas electorales, siendo el delito de trashumancia el más denunciado. Sin embargo, el hecho que más impactó en este campo fue la decisión del CNE esta semana en torno a anular la inscripción de 915.853 cédulas por presunta trashumancia. A semejante cifra de inconsistencias se llegó tras cruzar la información de cada uno de esos ciudadanos con distintas bases de datos oficiales y privadas, e incluso mediando miles de visitas para verificar el lugar de residencia.
Lo más grave de todo lo anterior es que aquí no se está hablando solo de una trampa a la transparencia democrática sino de delitos electorales que implican cárcel a los culpables. El Código Penal identifica 16 conductas de este tipo, que van desde perturbación del certamen democrático, constreñimiento al sufragante, fraude, elección ilícita de candidatos y corrupción de sufragante, hasta tráfico de votos, voto fraudulento, favorecimiento de voto fraudulento, mora en la entrega de documentos relacionados con una votación, alteración de resultados electorales, ocultamiento, retención y posesión ilícita de cédula así como denegación de inscripción. A los anteriores se suman financiación de campañas electorales con fuentes prohibidas, violación de los topes o límites de gastos en las campañas electorales y omisión de información del aportante.
Frente a todo lo anterior hay que ser claros: es cierto que urge mayor pedagogía ciudadana en torno a la existencia de tal cantidad de delitos electorales. Todos los colombianos deben conocer que conductas que antes se consideraban una ‘avionada’ -para utilizar un término popular- ahora son condenadas judicialmente. Sin embargo, tampoco hay que llamarse a engaños: a estas alturas del siglo XXI y con tal cantidad de autopistas de acceso a información es evidente que tanto la mayoría de candidatos como de votantes son conscientes de este tipo de trampas y saben que deben afrontar las consecuencias de infringir la ley y la transparencia democrática.