Rayos y centellas le han caído al señor Contralor General de la República por el decidido impulso que le ha dado a la llamada reforma de control fiscal. Curiosamente, quienes se han opuesto son los mismos que con la ´moral de caucho´ salen a los medios a hablar de corrupción.
Bien lo ha dicho una y mil veces el doctor Carlos Felipe Córdoba: la nueva propuesta no busca coadministrar, sino impedir lo que hoy nos da náuseas y nos provoca indignación después de conocer que los ladrones de ´cuello blanco´ primero se roban la plata, y después los órganos de control salen a investigar cuando ya todo está consumado.
Nadie entiende dónde radica el miedo a que la propuesta se convierta en realidad y la han satanizado creándole toda clase de conjeturas hasta dejarla herida frente a su escenario natural para aprobarla: el Congreso de la República, el cual de paso sale también mal librado precisamente por esos mismos voceros que enarbolan la ´moral de caucho´.
Por ahora nos da confianza el avance que ha tenido en el Legislativo en su trámite y discusión la propuesta de reforma presentada por el contralor General de la República, Carlos Felipe Córdoba, que quiere que por norma constitucional se le otorguen más facultades a esa entidad para que el control fiscal sea más efectivo y, según su promesa, pueda realmente servir para atajar la corrupción administrativa.
Para generar un ambiente de opinión más favorable a la aprobación de las nuevas facultades que pide, el contralor Córdoba ha sido descarnado en la radiografía que hace del ente de control. Dice que se mueve entre victorias pírricas y frustraciones, que los recursos dilapidados o robados raramente se recuperan, que emite sanciones morales más que ejecutivas, y que es necesario darle un vuelco porque “no podemos seguir andando en bicicleta mientras los corruptos van en Lamborghini”.
El papel y alcance de las atribuciones de las contralorías ha sido, desde hace tiempo, motivo de discusión y controversia. A grandes rasgos, su función principal es vigilar la gestión (administración, uso, destinación) de los recursos públicos, y sancionar a quienes -funcionarios o particulares- generen detrimento patrimonial al erario estatal. Mucho de ese detrimento proviene de la corrupción directa o indirecta que, aun en el remoto caso de que sea objeto de investigación y sanción por parte de la justicia penal, en lo fiscal se queda casi siempre impune.
La cifra la da el mismo contralor General: “la Contraloría General solo recupera el 0,4 % de lo que investiga. Todo lo demás se pierde. Además, solamente vigilamos el 17 % del presupuesto público (…). Hacemos un control ‘póstumo’, llegamos 5 años después de que se han ejecutado los recursos públicos”.
La parte más polémica de la reforma propuesta es la que abre paso a un “control preventivo y concomitante”, que se une al control posterior que la actual Constitución consagra. Y el señor Contralor explica que control preventivo y concomitante no es lo mismo que control previo, prohibido de forma expresa en la Carta Política. Ese control previo fue tan nefasto, generó tanta corrupción, que lo prohibieron en 1991 los constituyentes. Pero su eliminación no nos garantizó que se volvieran a presentar megarobos como los de Reficar, el cartel de la contratación bogotano, el saqueo a Electricaribe a través de los fondos que les giraba la Nación, especialmente del Prone, y de otros tantos asaltos al erario.
Algunos de los argumentos actuales del contralor son lógicos y procedentes. Hay que cambiar el sistema de control fiscal, ofrecer a los colombianos mayor certeza de su eficacia.
Por ahora, el balón está en la cancha del Congreso.