Colombia atraviesa una transformación silenciosa y profunda en su panorama criminal. Ya no estamos frente a las grandes estructuras armadas que durante décadas dominaron extensos territorios con mandos unificados y jerarquías claras. Hoy emergen las micro-disidencias: grupos pequeños, fragmentados, altamente violentos y con capacidad de capturar barrios, corregimientos e incluso municipios enteros. Este nuevo fenómeno, menos visible pero más agresivo, plantea desafíos inéditos para el Estado, la seguridad territorial y la tranquilidad en la vida cotidiana de los ciudadanos.
Durante años, la estrategia oficial se centró en desarticular a los grandes bloques criminales: guerrillas, paramilitares y macro-bandas. Este enfoque logró fracturar varias de estas estructuras, pero la fragmentación no significó la desaparición del crimen, sino su mutación: lo que antes era una organización de 1.000 hombres, hoy puede haberse convertido en diez grupos de 50 u 80 integrantes, cada uno con autonomía para matar, extorsionar, disputando rentas locales y controles territoriales, El resultado: un escenario con más actores, más frentes, más conflictos simultáneos y más impredecibilidad.
En departamentos como Cauca, Nariño, Valle del Cauca y Arauca, esta recomposición se expresa en la aparición constante de nuevas siglas, facciones y disidencias que surgen por ambiciones económicas, disputas internas o simples rivalidades personales. En las grandes ciudades ocurre lo mismo: bandas que se fraccionan, se traicionan y se reagrupan, intensificando las luchas por el microtráfico, la extorsión y el control de zonas urbanas. Aí se explican, en buena parte, los picos recientes de violencia en Bogotá, Medellín, Cúcuta y Barranquilla.
Estas micro-disidencias no solo son más pequeñas, son también más volátiles, emocionales y letales, ya que al carecer de líneas de mando fuertes actúan sin cálculo político y con mayor libertad para el uso indiscriminado de la fuerza. Tampoco buscan negociar: buscan sobrevivir, expandirse y dominar. Su lógica es inmediata, no estratégica; su autoridad se basa en el terror local, no en la construcción de poder a largo plazo y esto hace que la labor del Estado sea mucho más compleja porque ya no se combate a un gran jefe criminal, sino a decenas de jóvenes armados, sin ideología, sin doctrinas, con ambiciones ilimitadas y exiguos horizontes.
En este contexto, la llamada “paz total” enfrenta un dilema estructural: ¿con quién se negocia cuando los grupos se multiplican? ¿Cómo estabilizar territorios donde los actores cambian cada seis meses?
La respuesta exige una política de seguridad profundamente territorial: inteligencia robusta, presencia militar sostenida, justicia eficaz, inversión social, desarrollo económico y componente social, Hoy gran parte de la violencia no tiene cúpulas, sino micropoderes. La recomposición criminal es, sin duda, el fenómeno de seguridad más decisivo del presente e ignorarlo sería permitir que Colombia se hunda en una violencia fragmentada, menos identificable que un conflicto tradicional, pero igual o más devastadora para millones de ciudadanos.
*Exdirector de la Policía Nacional