Insistamos en principios cardinales de todo Estado de derecho, como se supone que lo son Colombia y los Estados Unidos.
Según sus postulados, las personas están sometidas a las leyes, no al capricho de los gobernantes. La normatividad contempla los delitos y señala las penas, y son los jueces quienes definen si hay o no responsabilidad penal y, si la hay, imponen la pena correspondiente. Esa es una garantía de primer orden, en cuya virtud todos los habitantes, aunque deben responder y ser sancionados por sus faltas, están resguardados contra la arbitrariedad.
La presunción de inocencia, que consignan tanto las constituciones políticas como el Derecho Internacional, es principio esencial, inherente a la dignidad de la persona humana. Por tanto, un derecho fundamental de todos, sin discriminaciones. Nadie puede ser sancionado por delitos sin haberle probado en juicio -plenamente garantizada su defensa y tramitado el proceso según las reglas previstas en las pertinentes normas-, que los ha cometido. El Estado no puede partir del supuesto de la culpabilidad. La persona no está obligada a probar su inocencia. Se presume que es inocente, mientras no se haya llegado a una sentencia definitiva que, previo un debido proceso, desvirtúe la presunción.
De esa garantía hacen parte el derecho de defensa, el derecho a la prueba, el principio de legalidad, el principio de la duda a favor del reo. Son postulados universales, primordiales para que se pueda hablar de una democracia y de un Estado de Derecho. Por eso, aparecen contemplados en las constituciones, en las leyes internas y en los tratados y convenios internacionales sobre Derechos Humanos. Son componentes básicos de la democracia y la justicia.
Hace muchos años la humanidad superó la época de las tiranías, en que faraones, emperadores, reyes o príncipes concentraban todos los poderes y podían -sin prueba ni proceso alguno, arbitrariamente, sin la imparcialidad del juez- condenar a sus contradictores a la prisión, a la tortura o a la muerte.
De conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, toda persona tiene el derecho a “ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal”, sin distinción alguna por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquiera otra índole.
Reglas claramente contempladas en el artículo 29 de la Constitución colombiana de 1991, a cuyo tenor “toda persona se presume inocente mientras no se la haya declarado judicialmente culpable”. Tiene derecho a un debido proceso público, a presentar pruebas y a controvertir las que se alleguen en su contra; a impugnar la sentencia condenatoria, y a no ser juzgada dos veces por el mismo hecho.
Así también lo estipulan las enmiendas Quinta, Sexta y Decimo Cuarta de la Constitución de los Estados Unidos.
No hay razón alguna para olvidar estos pilares esenciales de los sistemas democráticos.
Son equivocadas –por arbitrarias e injustas- las decisiones del gobierno estadounidense -compartidas y aplaudidas por políticos colombianos- que ordenan aplicar sanciones -incluso la pena de muerte-, sin prueba de culpabilidad, sin derecho de defensa y sin juicio previo.
*Exmagistrado*Profesor universitario