Diario del Cesar
Defiende la región

El costo de la deshonra

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La inclusión del presidente de la República en la Lista Clinton constituye la mayor crisis de legitimidad del Estado colombiano en tiempos recientes. Ningún hecho resume mejor el colapso ético e institucional que hoy sacude al país. El nombre de quien ostenta la máxima magistratura aparece ahora en el mismo registro en el que Estados Unidos agrupa a los señalados de tener vínculos con el lavado de activos y el narcotráfico. Este acontecimiento no es una simple disputa política, sino una declaración internacional de desconfianza hacia Colombia.

La Lista Clinton, administrada por la Oficina de Control de Activos Extranjeros del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, es un instrumento jurídico y financiero que paraliza operaciones, congela activos, impide transacciones y rompe vínculos de cooperación. Su alcance trasciende fronteras. Que el presidente esté incluido en ella significa, en la práctica, que todo el país queda bajo una sombra de sospecha. La reputación internacional de Colombia sufre un daño profundo e inmediato.

Las consecuencias son devastadoras. En el terreno diplomático, se erosiona la confianza construida durante décadas con Estados Unidos y otros socios estratégicos. En el plano económico, la inclusión desencadena una reacción en cadena que golpea la inversión extranjera, el crédito internacional y la estabilidad financiera. Los inversionistas evitan el riesgo reputacional, los bancos limitan sus operaciones y las agencias de cooperación reducen su presencia. La credibilidad, base de toda relación internacional, se ha fracturado.

En el plano interno, el efecto es todavía más corrosivo. Un país cuyo presidente aparece en una lista de sancionados pierde autoridad moral ante sus instituciones y sus ciudadanos. La legitimidad del Estado se desdibuja cuando el ejemplo de integridad se desvanece en la cúpula del poder. Esta situación debilita la confianza en la justicia, agrava la polarización y alimenta la sensación de impunidad. Ninguna política pública puede sostenerse sobre una estructura corroída por la desconfianza.

Colombia, que por décadas ha luchado por superar el estigma del narcotráfico, vuelve a ser vinculada con la corrupción y el crimen organizado. Esta vez, el golpe no proviene de los carteles ni de las organizaciones ilegales, sino del interior del poder político. La vergüenza no se limita a una figura presidencial: compromete la imagen de todo un Estado y la dignidad de una nación que aspiraba a reconstruir su reputación.

Ante esta realidad, el deber institucional es actuar con firmeza. Los organismos de control deben ejercer sus competencias con independencia y sin cálculo político. La justicia tiene la obligación de investigar con celeridad y transparencia. Y el país debe exigir claridad. No es momento de titubeos ni de discursos evasivos. La gravedad de los hechos exige una respuesta proporcional a la magnitud del daño.

Colombia enfrenta hoy un punto de inflexión. La confianza perdida no se recuperará con declaraciones ni con maniobras de distracción. Requiere liderazgo moral, rectitud institucional y una decisión colectiva de no tolerar más la degradación del poder. Estar en la Lista Clinton no es un incidente pasajero; es una mancha que puede marcar una generación completa. Si el Estado no reacciona con la altura que el momento demanda, el descrédito se convertirá en la nueva norma.

La credibilidad es el bien más valioso de una nación. Cuando se pierde, todo lo demás la economía, la cooperación, la gobernabilidad empieza a desmoronarse. Por eso, lo ocurrido no puede relativizarse. Es una advertencia histórica. Colombia no puede permitirse ser gobernada desde la sospecha ni cargar con el peso de un liderazgo que ha manchado el nombre del país ante el mundo. Recuperar la honra institucional no será sencillo, pero es la única vía para salvar lo que aún queda de nuestra democracia.

*Exministro de Estado