Lo que está pasando en Santa Marta en materia de inseguridad y criminalidad tiene nombre y responsable: La Policía Metropolitana. Nunca antes, desde que fue creada esa Unidad, la ciudad había visto tanta imcopetencia y negligencia por parte de la Metropolitana en su sagrada misión de combatir al crimen organizado y la delincuencia. Pareciera que se hubiera echado a un lado para que los bandidos actúen a sus anchas. Ha sido incapaz de asumir el control territorial para salvaguardar la vida, honra y bienes de los ciudadanos.
Cedió el territorio para que las organizaciones al margen de la ley sean las que impongan sus criminales normas y acoducten socialmente a quienes ellos consideran que han cometido delitos. En pocas palabras, para que quede claro y no nos llamemos a equívocos: la Policía entregó la ciudad a los delincuentes. No hay vigilancia y mucho menos reacción inmediata contra quienes cometen delitos. Para la muestra, el lamentable crimen ocurrido en el barrio Bavaria donde dos delincuentes acabaron con la vida de un padre de familia ejecutado a mansalva y delante de su pequeño hijo. ¿Tiene la Metrpolitana alguna respuesta ante tan execrable crimen?. Tememos que ninguna.
Las calles que antes evocaban tranquilidad, historia y progreso, se han convertido en territorio de bandas criminales que imponen sus propias reglas, códigos y castigos. La criminalidad se mueve con total impunidad, a plena luz del día, mientras la ciudadanía asiste impotente a una ola de violencia que no da tregua y que, para muchos, se ha convertido en una rutina dolorosa e inaceptable.
El panorama actual no admite eufemismos: asesinatos, asaltos, fleteos y robos se han vuelto el pan de cada día. Las noticias judiciales ya no sorprenden, sino que se han vuelto parte de la normalidad diaria. Lo que ayer fue un hecho aislado, hoy es una constante. La sangre inocente corre sin piedad en los barrios populares y también en las zonas residenciales. La criminalidad no discrimina. El reciente asesinato del comerciante frente a hijo, en el tradicional barrio Bavaria, es una dolorosa prueba del nivel de degradación al que ha llegado la violencia en Santa Marta. No hay respeto por la vida ni temor a la ley. Sencillamente porque los bandidos saben que no los persiguen, que hay una Policía complice de sus actuaciones, y por ello la muerte ronda por las calles y la sensación de indefensión crece al mismo ritmo que la impotencia ciudadana.
En medio de este cuadro desolador, la Policía Metropolitana de Santa Marta sigue siendo espectadora de lujo. Su papel, que debería ser protagónico en defensa de la seguridad y el orden, se ha desdibujado por completo. Los samarios sienten que la institución perdió el rumbo, la iniciativa y la capacidad de respuesta. No se trata de desconocer el sacrificio de muchos buenos uniformados que aún creen en su misión, pero el balance operativo de la Unidad Metropolitana no podría ser más pobre ni más decepcionante. En ninguna época reciente se había visto un nivel tan bajo de resultados en la lucha contra el crimen organizado.
La ciudadanía se pregunta con razón dónde están los patrullajes, las investigaciones y las capturas. ¿Qué pasa con los operativos contra las bandas que extorsionan, amenazan y asesinan? ¿Por qué los delincuentes parecen tener más información, más estrategia y más audacia que la propia Policía? La percepción general es que el miedo se apoderó de la institución o que la corrupción, en algunos casos, ha carcomido su moral interna. Sea cual sea la causa, el resultado es el mismo: una ciudad sin autoridad, sin control y sin garantías mínimas para su gente.
Ante este estado de cosas, el llamado no puede ser más urgente ni más claro. El nuevo director general de la Policía Nacional, general William Oswaldo Rincón Zambrano, tiene en sus manos una tarea impostergable: revisar de manera profunda lo que está ocurriendo en la Metropolitana de Santa Marta. El propio alto oficial prometió cambios urgentes en todo aquello que no está funcionando dentro de la institución, y la situación de la capital del Magdalena encaja perfectamente en esa definición. La inacción no es una opción. Aquí no se trata solo de cifras o estadísticas, sino de vidas humanas, de familias destrozadas y de una ciudad que clama por seguridad y justicia.
Santa Marta necesita una intervención estructural, integral y decidida. No basta con anuncios mediáticos ni con operativos esporádicos que buscan mostrar resultados temporales. Se requiere una política seria de recuperación de la confianza ciudadana, un trabajo coordinado con la Fiscalía, el Ejército y las autoridades locales, y una depuración interna que devuelva a la Policía su dignidad y efectividad. Porque hoy, lamentablemente, la institución parece haber renunciado a su papel de garante del orden.
No hay tiempo que perder. Cada día sin acción es un día más en el que los delincuentes fortalecen sus redes, reclutan jóvenes, imponen miedo y se sienten dueños del territorio. Cada día que pasa sin liderazgo policial, sin estrategias inteligentes y sin presencia real en las calles, es un día en que la esperanza de los samarios se diluye un poco más.
Santa Marta no puede seguir siendo una ciudad sitiada. No puede seguir bajo el dominio de bandas que humillan a la sociedad ni bajo el silencio cómplice de una autoridad que parece resignada. La historia de esta ciudad merece otro destino: el de la paz, la convivencia y la seguridad. Que el general Rincón y la cúpula policial miren hacia el norte, hacia esta ciudad que se apaga, y actúen antes de que sea demasiado tarde. Porque cuando la ley se retira, el crimen se convierte en gobierno. Y en Santa Marta, lamentablemente, eso ya está ocurriendo.