Hoy domingo 19 de octubre, Colombia se asomará nuevamente al espejo de su juventud, con la elección de los Consejos Municipales y Locales de Juventud, una cita que debería ser motivo de esperanza y de renovación democrática, pero que carga sobre sus hombros el peso de un desencanto generacional que aún no ha sido resuelto. No será una jornada cualquiera. Más de doce millones de jóvenes entre los 14 y los 28 años están habilitados para participar en los 1.103 municipios del país, para escoger a un poco más de 10.800 consejeros juveniles, llamados a representar sus voces, inquietudes y propuestas en los espacios de participación ciudadana.
Sin embargo, el verdadero desafío de esta convocatoria no está en la logística electoral ni en la cifra de inscritos, sino en el ánimo del electorado joven, en su confianza hacia las instituciones y en su creencia —cada vez más tenue— en que la democracia puede ser una herramienta de cambio y no solo una rutina de domingo. En diciembre de 2021, cuando se estrenó este ejercicio, la participación fue apenas simbólica: un 90 % de abstención que dejó un sabor amargo y una sensación de fracaso colectivo. Esta vez, la tarea es mayúscula: revertir la apatía y demostrar que las juventudes colombianas son capaces de movilizarse por convicción y no por obligación.
A lo largo de las últimas semanas, los medios de comunicación y las redes sociales han servido de termómetro del ánimo juvenil. En no pocos sondeos informales, las preguntas más frecuentes no giraban en torno al papel de los Consejos de Juventud, sino sobre si votar este domingo otorgaba el beneficio de media jornada laboral libre. Ese simple hecho, que parecería anecdótico, es en realidad un síntoma profundo de desconexión entre el discurso institucional y la realidad cotidiana de los jóvenes.
El país les habla de participación, pero ellos escuchan promesas vacías. Les ofrecen espacios de incidencia política, pero lo que ven es un escenario capturado por estructuras partidistas o grupos de poder locales que reproducen los mismos vicios que los jóvenes dicen rechazar. Les piden votar, pero no les explican por qué ni para qué. Y en ese vacío pedagógico, la democracia pierde su sentido más elemental: el de la confianza.
No obstante, hay señales para el optimismo. Esta vez, más de 45 mil candidatos se lanzaron a la contienda. Muchos de ellos lo hicieron sin respaldo económico ni maquinaria, movidos por una genuina vocación de servicio y el deseo de representar causas concretas: el medio ambiente, la educación, la equidad de género, los derechos LGBTIQ+, la participación rural, la cultura o el empleo digno. Jóvenes que recorrieron barrios, veredas y universidades con megáfonos improvisados y mensajes de esperanza. Su esfuerzo no debe pasar inadvertido ni ser sepultado por la indiferencia.
Las elecciones juveniles son también un retrato del momento político del país. La juventud colombiana vive entre la frustración y la búsqueda de sentido. Muchos crecieron viendo promesas incumplidas y escándalos de corrupción, mientras otros se formaron en la era digital, acostumbrados a la inmediatez y al activismo virtual. Pero votar exige un tipo distinto de compromiso: el de confiar en que un pequeño acto, individual y silencioso, puede tener efectos duraderos.
El Consejo de Juventud no es una instancia decorativa. Es un espacio legal de interlocución entre la juventud y el Estado, que puede incidir en políticas públicas locales, programas de empleo, educación, cultura y participación. Puede convertirse en una escuela de liderazgo y en un semillero de nuevos dirigentes, alejados del clientelismo que ha corroído la política tradicional. Pero eso solo ocurrirá si quienes resulten elegidos entienden su papel con responsabilidad, independencia y sentido social.
También corresponde a los gobiernos locales —alcaldías, gobernaciones y el propio Ministerio de la Juventud— garantizar que los consejos funcionen, tengan presupuesto y sean escuchados. De nada sirve una elección multitudinaria si luego se deja a los jóvenes en el abandono institucional o se les reduce a la figura simbólica de “delegados sin voz”.
Colombia atraviesa una coyuntura de tensiones políticas, polarización y desconfianza ciudadana. En ese contexto, la participación juvenil puede ser el aire fresco que tanto necesita el sistema democrático.