La pregunta no es exagerada ni alarmista. Los hechos ocurridos en Bogotá, durante la primera semana de octubre, despiertan legítimas preocupaciones sobre la estabilidad del orden público y la posibilidad de que el país enfrente nuevamente una ola de movilizaciones, con el potencial de derivar en episodios de violencia y vandalismo.
Entre el 30 de septiembre y el 3 de octubre, la capital vivió una sucesión de protestas y bloqueos que afectaron de manera significativa la movilidad y la tranquilidad ciudadana. Lo que comenzó como una movilización estudiantil frente a la Universidad Pedagógica, terminó con daños a bienes públicos y privados. En los días siguientes, las manifestaciones se trasladaron hacia la sede de la Andi, extendiéndose por las carreras séptima, novena y once, con enfrentamientos y actos de vandalismo, como el ataque al CAI de la Avenida Chile. La Alcaldía reportó la suspensión temporal del diálogo, argumentando una escalada de violencia que superó los canales de mediación previstos.
Las consecuencias fueron inmediatas: vías bloqueadas, estaciones del transporte afectadas, daños al mobiliario urbano y una sensación de incertidumbre entre los ciudadanos, pero más allá del impacto logístico, estos hechos revelan una estructura organizada en la protesta. Los puntos elegidos -una universidad pública, un símbolo empresarial y una instalación policial- no parecen casuales; responden a una lógica simbólica y estratégica, orientada a maximizar visibilidad mediática, generar tensión institucional y medir la respuesta del Estado. El uso de elementos como carpas, parlantes, pancartas y bloqueos simultáneos, sugiere que estos grupos están evaluando la capacidad de reacción de las autoridades, calibrando los tiempos de intervención y probando los límites de la tolerancia social. Esa táctica, que combina acción callejera y narrativa política, puede ser antesala de un movimiento más amplio si no se analiza y encara con equilibrio y previsión.
Preocupa especialmente la cercanía de los próximos comicios. La experiencia reciente demuestra que los escenarios electorales pueden actuar como detonantes para protestas de mayor envergadura, en especial cuando distintos sectores encuentran un marco común de inconformidad. La suma de causas -sociales, económicas, políticas o estudiantiles- podría dar lugar a una movilización interconectada y más sostenida.
Ante esta posibilidad, el Estado debe actuar con inteligencia y serenidad. El diálogo temprano, los canales de mediación y la coordinación institucional son esenciales para evitar que la inconformidad legítima de algunos, derive en violencia generalizada. Como seguramente en la programación de movilizaciones se contemple nuevos eventos en sectores estratégicos, como lo venimos observando, urge que la fuerza pública haga presencia originando capturas y judicializaciones como muestra de un Estado respondiente.
La prevención no significa debilidad, significa prudencia estratégica. Garantizar el derecho a la protesta y al mismo tiempo preservar el orden público es una tarea compleja pero indispensable para mantener la convivencia y la confianza ciudadana.
*Exdirector de la Policía Nacional