La industria minero-energética es uno de los sectores productivos que más impuestos, regalías y divisas le genera a la Nación. También es uno de los más intensivos en materia de empleo y motor de las economías en muchos departamentos y municipios. De hecho, ha soportado por varias décadas el crecimiento del Producto Interno Bruto, además de garantizar, por un buen tiempo, la autosuficiencia en petróleo, gas y carbón.
Lamentablemente, ese escenario está cambiando de forma drástica a partir de las controvertidas políticas del actual Gobierno, dirigidas a marchitar este sector productivo de una forma, por demás, caprichosa, antitécnica, ajena a la realidad global y que pone en peligro los principios de soberanía y seguridad energéticas, considerados hoy estratégicos para cualquier país.
Pese a que le restan apenas diez meses de mandato y a que no tiene mayorías en un Congreso cada día más imbuido en la campaña electoral, la Casa de Nariño continúa presentando proyectos de ley y reformas constitucionales, que no solo asoman como tardíos y polémicos, sino que nunca fueron concertados con los sectores políticos, económicos, sociales, gremiales, regionales e institucionales a los que impactan.
Un ejemplo de ello es, precisamente, la iniciativa que el Ministerio de Minas y Energía radicó esta semana bajo la pomposa denominación de “Ley Minera para la Transición Energética Justa, la Reindustrialización Nacional y la Minería para la Vida”.
Este proyecto, que fue señalado como prioridad en las pasadas tres legislaturas de este mandato presidencial, pero que solo ahora se presentó, busca, según el Ejecutivo, transformar de fondo la política minera. Su intención es superar el modelo extractivista tradicional, fortalecer el papel del Estado como rector sectorial, garantizar la participación efectiva de comunidades y pueblos étnicos, y promover una minería alineada “con la protección ambiental, la justicia social y la transición energética”.
En ese orden de ideas, el articulado tiene como ejes principales la recuperación de la “soberanía estatal” sobre los minerales y la creación de Zonas Aptas y Zonas Excluidas de esta actividad. También promueve el cierre progresivo de operaciones a cielo abierto, la formalización de la minería artesanal y de pequeña escala, así como la implementación de un modelo de contratación “transparente y equitativo”. Finalmente, se planea vincular la minería a la reindustrialización nacional y asegurar el uso estratégico de estos productos naturales no renovables en los procesos de transición energética…
Sin embargo, tan pronto como aterrizó la iniciativa se prendieron las alertas en muchos sectores. La Asociación Colombiana de Minería advirtió que dicha iniciativa no regula la actividad, sino que apunta a acabarla. Alertó, igualmente, que excluye la iniciativa privada en el desarrollo del sector, proponiendo que las actividades serán adelantadas principalmente por empresas oficiales, dando paso a un esquema estatizado, centralista y de monopolio.
El gremio también advirtió que con este proyecto el sector minero se sumiría en una parálisis sin precedentes, pues no habrá desarrollo empresarial y los territorios quedarán expuestos a la explotación ilícita de minerales, en manos de violentas organizaciones criminales.
Como si fuera poco, la citada Asociación advierte el riesgo de un incremento indiscriminado de áreas de exclusión minera, incluyendo algunas de operaciones actuales y autorizadas, lo que implicaría una especie de expropiación indirecta sobre los títulos vigentes.
Más complicado aún es que habría una “prohibición absoluta” de la exploración y explotación de carbón térmico, sin que semejante decisión esté soportada en un plan con rigor técnico y los obligatorios análisis de impactos sociales, fiscales o energéticos.
En fin, un misil dirigido a acabar el sector por sustracción.
En el Congreso también se escucharon voces, sobre todo de partidos independientes y de oposición. Calificaron la norma como delirante, anacrónica e inviable, no exenta tampoco de una peligrosa dosis de populismo legislativo. Incluso, varios parlamentarios advirtieron que un proyecto tan controvertido no tendrá ninguna posibilidad de avance, menos aún porque no ataca el enemigo real y más peligroso: la minería criminal.
Nadie niega que el país necesita una política minera moderna, equilibrada y sostenible, enmarcada dentro de los criterios de transición energética, atractiva para la inversión extranjera y capaz de generar plusvalía económica, social y ambiental, consolidando de paso la soberanía y seguridad estratégica en dicho campo. Lamentablemente, este Gobierno apuesta por restringir al máximo el sector minero-energético e intenta adueñarse de los resquicios que sobrevivan, aplicando a estos un modelo de estatización y centralismo fracasado estruendosamente en el pasado. Gajes del populismo y la intoxicación ideológica.