La crisis del sistema de salud en Colombia dejó de ser una alarma ocasional para convertirse en una tragedia cotidiana. Hoy, lamentablemente, se está normalizando escuchar historias de pacientes cuyo estado se agrava porque no reciben atención médica a tiempo, de familias que ven interrumpidos tratamientos indispensables debido al deterioro funcional de las EPS, o de personas que, sencillamente, fallecen porque el medicamento que necesitaban no llegó a tiempo.
El caso más reciente y doloroso lo expuso la Federación Colombiana de Enfermedades Raras en el marco del debate sobre el proyecto de reforma a la salud en la Comisión Séptima del Senado. Su vocero, con la voz quebrada por la impotencia, denunció una cifra que debería estremecer a todo el país: más de 1.500 pacientes de enfermedades huérfanas han muerto en lo que va del año, y solo en el mes de agosto se registraron alrededor de 240 decesos. No son simples números: son vidas truncadas, familias destruidas, sueños que se desvanecen por la incapacidad de un sistema que se hunde cada vez más.
Lo más grave es que no se trata de un hecho aislado. Estas muertes están directamente relacionadas con el deterioro progresivo de un sistema de salud que hace apenas tres años era considerado uno de los más eficientes del mundo, pero que hoy transita por una peligrosa barrena. Una caída libre que no ha tenido freno desde que el actual Gobierno decidió implementar medidas que, en lugar de fortalecer la estructura existente, terminaron debilitándola y generando un escenario de incertidumbre.
La denuncia de la Federación no debería pasar inadvertida. Es, en sí misma, un campanazo de emergencia que exige acciones inmediatas. Sin embargo, la reacción institucional ha sido decepcionante: ni desde el Ministerio de Salud, ni desde la Superintendencia Nacional de Salud, ni desde las EPS, ni de parte de la red de hospitales y clínicas, ni siquiera desde el Congreso de la República se ha producido una respuesta contundente frente a semejante tragedia.
El silencio, en este caso, no solo es cómplice: es criminal. La falta de acción significa que los pacientes seguirán muriendo, que las familias seguirán cargando con la angustia de no encontrar atención oportuna, y que la confianza ciudadana en el sistema se desmoronará aún más. Un Estado que se queda callado frente a la pérdida de vidas humanas por causas prevenibles se convierte en un Estado indolente.
La situación es especialmente dramática para quienes padecen enfermedades huérfanas, pues hablamos de tratamientos de altísimo costo y difícil acceso, que requieren de una red institucional articulada y sólida. Cuando esa red se rompe, como está sucediendo, las consecuencias son fatales. Y si más de 1.500 muertes ya se han registrado en lo corrido del año, ¿qué se puede esperar de aquí a diciembre si no hay correctivos inmediatos?
En este contexto, cabe preguntarse: ¿cómo llegamos hasta aquí? ¿Cómo un sistema de salud que hasta hace pocos años era referente en la región y orgullo nacional terminó en un estado tan deplorable? La respuesta no se encuentra en un único factor, sino en la combinación de malas decisiones políticas, improvisación legislativa, presiones ideológicas y, sobre todo, falta de planeación y gestión.
El Gobierno de Gustavo Petro prometió una reforma estructural que garantizaría el acceso universal, equitativo y digno a la salud. Sin embargo, lo que se ha visto en la práctica es un proceso de desfinanciamiento, burocratización y centralización que ha dejado a los usuarios atrapados en un laberinto administrativo sin salida. La supuesta transición hacia un modelo más humano y solidario terminó siendo un salto al vacío, en el que las EPS dejaron de cumplir sus funciones, los hospitales se ahogaron financieramente y los pacientes quedaron a la deriva.
Los expertos en salud pública lo han dicho sin rodeos: desmontar un sistema complejo sin tener listo un reemplazo sólido es una irresponsabilidad histórica. Colombia pasó de ser un modelo con problemas —ciertamente mejorable— a un escenario de colapso en el que los principales perjudicados son los ciudadanos de a pie, especialmente aquellos con condiciones crónicas, enfermedades de alto costo o diagnósticos poco frecuentes.
El panorama no solo es preocupante: es indignante. Cada muerte evitable por falta de atención médica es un fracaso colectivo que debería generar vergüenza nacional. Pero, en vez de movilizar a la opinión pública, los casos parecen diluirse en el ruido mediático cotidiano. Nos acostumbramos a que las noticias hablen de vidas perdidas como si se tratara de simples estadísticas.
La crisis del sistema de salud no admite más dilaciones. Cada día de inacción significa nuevas muertes, nuevas familias destrozadas y un mayor deterioro social. El llamado de la Federación Colombiana de Enfermedades Raras debe ser tomado como lo que es: una alarma nacional que exige una respuesta inmediata, seria y efectiva.
Si hoy ya contamos más de 1.500 muertes de pacientes con enfermedades huérfanas, ¿cuántas más serán necesarias para que las instituciones reaccionen? ¿Cuántos campanazos más habrá que escuchar para entender que el sistema está en estado crítico? La salud en Colombia es un paciente en cuidados intensivos, y si no se actúa con rapidez y responsabilidad, pronto estaremos hablando no de una crisis, sino de una catástrofe humanitaria.
La historia juzgará a quienes, teniendo en sus manos la posibilidad de salvar vidas, eligieron la pasividad. Porque un país que deja morir a sus enfermos por negligencia institucional está condenado a perder no solo su sistema de salud, sino también su humanidad.