Diario del Cesar
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El desperdicio de comida, en un país con hambre

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Una vergüenza. No existe otro calificativo para describir la paradoja que se vive en Colombia: cada año, según lo ha denunciado la Red de Bancos de Alimentos, se pierden y desperdician más de 9,7 millones de toneladas de comida, mientras millones de compatriotas se acuestan con hambre. La magnitud del absurdo es tal, que esa misma cantidad de víveres alcanzaría para garantizar tres comidas diarias a más de ocho millones de personas durante un año completo.

La contradicción resulta insultante. Colombia se precia de ser una potencia agrícola, de contar con tierras fértiles, una biodiversidad envidiable y una capacidad productiva capaz de abastecer al mundo. Sin embargo, al interior de sus fronteras persiste una herida social que sangra cada día: 19,2 millones de personas padecen insuficiencia alimentaria. Es decir, casi la mitad de la población no puede acceder de manera digna a la comida necesaria para vivir con salud y energía.

Pero lo más doloroso de esta ecuación de inequidad es la niñez. En pleno siglo XXI, más de 392 mil niños menores de cinco años sufren desnutrición crónica en Colombia. Y lo que es aún más desgarrador: cada semana mueren en promedio tres pequeños por causas asociadas a la falta de alimentación adecuada. Esta realidad, más allá de las estadísticas, es una afrenta contra la humanidad misma, contra la ética de cualquier sociedad que se precie de llamarse civilizada.

El contrasentido de la abundancia y el hambre

¿Cómo entender que un país que exporta frutas, flores, café, carne y productos agrícolas de alta calidad al resto del mundo no sea capaz de garantizar que sus propios habitantes se alimenten? La respuesta está en una cadena de ineficiencias, inequidades y negligencias que se repite año tras año sin que la sociedad reaccione con la indignación que merece.

El desperdicio de alimentos ocurre en múltiples eslabones de la cadena: desde la producción en el campo, donde cosechas enteras se pierden por falta de vías, infraestructura o mercados; pasando por el transporte, donde la mala logística condena toneladas de frutas y verduras al deterioro; hasta llegar a los hogares, restaurantes y supermercados, donde la cultura del consumo excesivo y la falta de conciencia terminan arrojando a la basura lo que podría alimentar a miles.

El problema no es de escasez, sino de distribución y conciencia social. En Colombia, casi un tercio de los alimentos producidos no llegan nunca a la mesa de los ciudadanos. Esta cifra revela un fracaso del Estado, de las empresas y de la sociedad en su conjunto. Y pone de manifiesto que el hambre en el país no es consecuencia de la falta de recursos, sino del desorden y la indiferencia frente a la tragedia de millones.

La Red de Bancos de Alimentos ha levantado la voz con razón: urge una acción colectiva para cerrar la brecha del hambre. Este no puede seguir siendo un tema de discursos de campaña ni de programas asistenciales de corto plazo. Se necesita una política pública sólida, sostenida y respaldada por todos los sectores que reconozca que garantizar la alimentación no es un favor, sino un derecho fundamental.

El Estado tiene la responsabilidad ineludible de articular esfuerzos: garantizar vías terciarias para que los campesinos puedan sacar sus productos, crear incentivos para la donación de alimentos en lugar de desecharlos, fortalecer programas de recuperación de víveres, y asegurar que los recursos destinados a la nutrición infantil lleguen realmente a quienes los necesitan. La corrupción, el clientelismo y la indiferencia burocrática en este campo son crímenes silenciosos que condenan a miles de niños y familias al hambre.

Y la sociedad, cada ciudadano, debe hacer su parte. No se trata solo de políticas nacionales, sino de cultura ciudadana: comprar lo justo, aprovechar los alimentos al máximo, evitar que toneladas de comida terminen en la basura por simple descuido.

Que en Colombia se pierdan casi 10 millones de toneladas de alimentos cada año es un escándalo que debería sacudir la conciencia nacional. No se puede naturalizar que tres niños mueran cada semana por desnutrición mientras toneladas de frutas y verduras se pudren en carreteras o en bodegas. No podemos seguir aceptando que una nación rica en tierras, agua y biodiversidad exhiba cifras de hambre propias de países en crisis humanitaria permanente.

El hambre es la más cruel de las pobrezas. No se combate únicamente con mercados asistenciales ni con promesas políticas: se enfrenta con voluntad real, con coordinación entre Estado, empresa y ciudadanía, y con un sentido de humanidad que no puede perderse.

Cerrar la brecha del hambre no es solo una tarea moral, sino también una estrategia de desarrollo. Una sociedad con niños bien alimentados, con adultos sanos y con campesinos productivos es una sociedad con más posibilidades de progreso, menos violencia y mayor cohesión social.