Colombia entra de nuevo en tiempo de definiciones políticas. El calendario electoral marca el inicio de las campañas para las elecciones presidenciales de 2026, y con ello, comienza también un capítulo que debería ser de debate democrático, propuestas programáticas y encuentros ciudadanos. Sin embargo, un oscuro fantasma vuelve a amenazar ese escenario: la inseguridad. El acecho de los grupos armados ilegales y estructuras criminales contra los precandidatos se perfila como una de las mayores amenazas a la integridad del proceso electoral y, por ende, a la democracia misma.
En los últimos meses se han documentado amenazas, seguimientos y alertas de riesgo sobre varios líderes políticos que han expresado su intención de aspirar a la Presidencia. Ahí tenemos el atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay. Un hecho criminal sobre el que un Juez de la República no tuvo reparo alguno en señalar la responsabilidad del Estado en su ejecución a través de la Unidad Nacional de Protección.
La Defensoría del Pueblo y la Misión de Observación Electoral (MOE) han alertado sobre un creciente nivel de hostigamiento en regiones donde la presencia de disidencias de las FARC, el ELN, el Clan del Golfo y bandas narcotraficantes es fuerte. Estos grupos, con intereses territoriales, económicos y políticos, ven en los liderazgos democráticos una amenaza para sus intereses y, por ello, intentan silenciarlos, amedrentarlos o excluirlos del debate público.
La situación no es nueva. En cada ciclo electoral, Colombia enfrenta este dilema entre democracia y violencia. La historia reciente ha sido testigo de campañas marcadas por asesinatos, atentados y desplazamientos forzados de candidatos locales y regionales. Sin embargo, el hecho de que esta amenaza se extienda ahora al ámbito presidencial debe encender todas las alarmas institucionales. La seguridad de quienes aspiran a liderar el país no es un asunto individual o partidista: es un asunto de Estado.
Resulta particularmente preocupante que algunos de estos precandidatos estén optando por limitar sus desplazamientos, cancelar encuentros públicos o restringir sus actividades en ciertas regiones del país. Esto equivale, en la práctica, a una exclusión territorial del proceso democrático. ¿Cómo pueden los ciudadanos decidir libremente si no escuchan todas las voces? ¿Cómo se garantiza la igualdad de condiciones si unos candidatos pueden recorrer el país sin temor mientras otros deben moverse con esquemas de seguridad reforzados o, incluso, abstenerse de participar activamente?
El Gobierno Nacional, en cabeza del Ministerio del Interior y la Unidad Nacional de Protección (UNP), tiene el deber ineludible de garantizar la seguridad de todos los precandidatos sin distinción política. No se trata solo de asignar escoltas o camionetas blindadas, sino de diseñar estrategias de protección integrales, con enfoque territorial, que respondan a las particularidades del conflicto armado y la criminalidad organizada en cada región. En paralelo, las Fuerzas Armadas deben intensificar el control sobre zonas donde históricamente han tenido presencia grupos al margen de la ley, para evitar que sean ellos quienes definan quién puede o no hacer política.
Pero este no es solo un reto del Ejecutivo. El Congreso, las altas cortes, los partidos políticos, los organismos de control y la sociedad civil deben hacer causa común para proteger la vida y el derecho a la participación política. La seguridad electoral debe ser entendida como un bien colectivo. Si un precandidato es silenciado por las balas o por el miedo, perdemos todos: se empobrece el debate, se distorsiona la voluntad popular y se debilita la democracia.
El país no puede resignarse a que la violencia siga marcando el ritmo del calendario electoral. Colombia necesita construir un entorno donde hacer política no sea un acto de valentía, sino un ejercicio legítimo de ciudadanía. La normalización de las amenazas o la indiferencia ante ellas es un camino directo hacia la desinstitucionalización.
Es hora de que el Estado anticipe y no reaccione. Las alertas están dadas, las zonas de riesgo están identificadas y los antecedentes son claros. No hay excusas para la omisión. La garantía plena de los derechos políticos y civiles debe ser una prioridad inaplazable en este contexto preelectoral. No basta con condenar los hechos cuando ya han ocurrido: se necesita prevención, inteligencia, coordinación y voluntad política.
Los precandidatos presidenciales —sin importar su ideología— merecen garantías para expresar sus ideas, proponer caminos y dialogar con la ciudadanía. Colombia, como nación, necesita escucharlos a todos. Silenciar a uno solo es silenciar a una parte del país. Y ningún proyecto democrático puede construirse sobre el silencio impuesto por el miedo.