Lo que está sucediendo en materia de descentralización hace recordar lo que hace algunas semanas me dijo un amigo: “nos estamos poniendo los zapatos antes que las medias”.
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El acto legislativo de iniciativa parlamentaria del que se pegó habilidosamente el Gobierno dispuso que, durante un periodo de transición que durará 12 años, las transferencias del Gobierno central hacia las entidades territoriales aumentarán del actual 24% de los ingresos corrientes de la nación al 39,5%.
Es un incremento descomunalmente grande que, de no modularse cuidadosamente mediante una ley que se ha denominado de “competencias”, echaría por la borda la sostenibilidad fiscal del país en el futuro.
Ahora bien: ¿Qué es lo que se supone deba hacer esta llamada “Ley de competencias”? Debe regular las transferencias de tal manera que si por un lado hay aumento del monto monetario de las transferencias (también conocido como Sistema General de Participaciones) como lo ordena el acto legislativo, debe haber también traspaso de responsabilidades del gasto que hoy asume el gobierno central hacia departamentos y municipios.
De tal manera que al final del proceso el ejercicio resulte lo más cercano posible a la neutralidad fiscal. O sea, si aumenta la transferencia debe delegarse también la responsabilidad del centro hacia la periferia del país. De no ser así, el ejercicio puede resultar un suicidio fiscal.
¿Por qué un suicidio fiscal? Porque el Gobierno central debe hoy atender, además de una infinidad de gastos y programas asociados a la descentralización que podrían asumir con más eficiencia los departamentos y municipios, otras erogaciones indelegables del Estado como las pensiones, los subsidios, la deuda pública, la defensa, etc.
De manera que si en adición al gasto que ya viene asumiendo el Gobierno central se le suma ahora el enorme incremento presupuestal del Sistema General de Participaciones, pero no se descarga al Gobierno central de una buena parte de las responsabilidades asociadas a la descentralización por las que hoy responde, las semillas del desastre fiscal empezarían a germinar más temprano que tarde.
Por eso la “Ley de competencias” tiene una trascendencia innegable. Esta ley es, quizás, la de mayor importancia en la agenda legislativa de los meses venideros. Debió haberse aprobado primero que el acto legislativo. Era el orden lógico: primero las medias, luego los zapatos.
Lo grave del asunto es que el Gobierno (dedicado a la consulta popular, a los cambios vertiginosos de ministros y a los interminables insultos contra los miembros de la rama legislativa) parece que no ha tenido tiempo de estudiar juiciosamente el asunto, ni mucho menos para preparar una buena ley de competencias que debe estar lista y debidamente concertada para el inicio de la legislatura el 20 de julio.
La Federación de Departamentos le presentó durante la última conferencia de gobernadores que se reunió en Yopal un enjundioso proyecto de “Ley de competencias” al ministro Benedetti, que mucho me temo no ha tenido tiempo de leer siquiera, inmerso como ha estado en el estéril forcejeo por sacar adelante la consulta popular.
Los otros ministros que deben responder por una buena ley de competencias (hacienda y planeación donde hace pocos días apenas acaban de nombrar titular) tampoco parecen haberle parado bolas a tan trascendental proyecto de ley. El Gobierno no puede eludir su responsabilidad en la preparación de esta iniciativa. Hay muchos estamentos que pueden prepararla, claro está, pero querrán que se dé la transferencia de más recursos sin el traslado de más competencias. Y eso no le sirve al país. La descentralización hay que apoyarla desde luego. Pero no al costo de desquiciar la sostenibilidad fiscal.
Y ahí estamos. El desorden todo que preside por estos días la acción gubernamental, así como la improvisación absoluta, parece que han contagiado también este paso crucial que el país debe dar con la expedición de una buena “Ley de competencias”.
Mientras tanto, nos hemos limitado a ponernos los zapatos antes que las medias.
Dos palabras ahora sobre la consulta popular por decreto.
Prevaricar en buen romance es cuando un funcionario público -conociendo que algo es ilegal- toma sin embargo una medida de política pública a sabiendas de que es ilegal.
Quedamos notificados entonces que se avecina un enorme prevaricato: se convocará una consulta popular por decreto, a pesar de que el Congreso la rechazó.
Es decir, que a pesar de que el Senado negó la autorización para convocar la consulta como lo exige la ley, el Gobierno convocará por decreto la consulta hundida por el Senado. Primer prevaricato.
El Gobierno alega que se incumplieron ciertos procedimientos por el Senado al rechazar la consulta y que, por lo tanto, el rechazo de la consulta fue nulo. Pero resulta que quien debe decidir si fue legal o no la actuación del Senado son los jueces: no el Gobierno, que ahora resolvió actuar como juez y parte. Segundo prevaricato.
¡Es decir, viene un prevaricato por partida doble!
*Exministro de Estado