Hay momentos en la historia de un país en los que el silencio se vuelve complicidad. Y hoy, en medio del horror del llamado “plan pistola”, Colombia atraviesa uno de esos momentos oscuros en los que la indiferencia mata tanto como las balas. Cada vez que un uniformado cae, emboscado por criminales que ya no temen ni a la ley ni a Dios, se nos arranca un pedazo de patria. Pero lo más alarmante no es solo la barbarie con la que actúan los violentos. Lo verdaderamente doloroso es la frialdad con la que muchos sectores de nuestra sociedad han decidido mirar hacia otro lado.
La Policía Nacional, esa misma institución que se levanta cada día con el deber de protegernos a todos, incluso a quienes los desprecian, está siendo cazada como si sus vidas no valieran nada. Y mientras sus familias lloran en silencio, mientras los compañeros de patrulla entierran a sus colegas, mientras el miedo se apodera de los rincones más vulnerables del país, el Gobierno responde con comunicados tibios, promesas de investigaciones y una narrativa que, en lugar de fortalecer a la Fuerza Pública, la debilita.
No. No es suficiente con “lamentar los hechos”. No basta con enviar coronas fúnebres ni decretar días de duelo. Se necesita decisión, se necesita carácter. Los policías no son los únicos que sufren: su muerte representa un ataque directo al corazón institucional del país. A la Fuerza Pública se le debe dejar actuar. Sin ataduras, sin temores políticos, sin temor a una opinión pública manipulada por discursos anti institucionales. Nuestros policías no pueden seguir siendo blanco fácil de estructuras criminales que han encontrado en la falta de autoridad un terreno fértil para el terror. Necesitamos un Estado que se ponga los pantalones, que recupere el control del territorio y que no titubee al momento de usar legítimamente su fuerza.
No exagero al decir que estamos viviendo uno de los capítulos más oscuros de nuestra historia reciente, y lo más doloroso es que una parte del país prefiere mirar hacia otro lado. Nos hablan de una paz imaginaria, de un supuesto desarme del conflicto, mientras en las regiones la realidad es otra: los policías están siendo masacrados a sangre fría. En menos de un mes, más de 25 uniformados han perdido la vida en ataques cobardes ejecutados por mafias criminales que hoy se sienten con más poder que el propio Estado.
El “plan pistola” es la cara más brutal de ese desprecio por la ley. No es una ofensiva espontánea, es una estrategia orquestada. El Clan del Golfo, las disidencias de las FARC, el ELN… todos han encontrado en el asesinato de policías una herramienta para expulsar al Estado de los territorios que desean controlar. Ya no es combate, es cacería. Lo que está pasando en Cauca, Huila, Guaviare, Cesar, Valle y Norte de Santander recuerda, con escalofriante similitud, los peores días del narcoterrorismo. En aquellas épocas, el crimen pagaba por cada vida de un agente de la ley. Hoy, esa lógica vuelve con fuerza, mientras desde el poder central apenas alcanzan a lamentarse por redes sociales.
Y aquí es donde hay que decirlo sin rodeos: la Fuerza Pública no necesita más discursos, necesita respaldo real. No basta con permitir que se defiendan; hay que soltarla. Darle las herramientas jurídicas e institucionales necesarias para actuar con decisión, sin que cada disparo en legítima defensa se convierta en un proceso judicial, además de bienestar psicológico para los uniformados e inversión en inteligencia. La actual ambigüedad legal es un lastre: si un policía teme más al fiscal que al bandido que lo apunta, el Estado ha renunciado a su deber.
Pero esto no se resuelve solo con leyes. También se trata de recuperar el valor simbólico y moral de quienes portan el uniforme. Nuestros policías deben volver a ser vistos como héroes, no como agresores. Hoy, lamentablemente, en este gobierno, la autoridad parece un enemigo ideológico, y los violentos, unos interlocutores válidos. Petro ha convertido al crimen en actor político y ha dejado a nuestros defensores en la orfandad institucional.
Necesitamos romper ese ciclo. Defender a la Fuerza Pública no es de derecha ni de izquierda. Es de sentido común. Es de humanidad. Porque si seguimos jugando a la paz con quienes no creen en ella, terminaremos perdiendo no solo la seguridad, sino el alma misma de la Nación. Defender a quienes nos protegen debe ser una causa nacional, no partidista. Porque solo con instituciones fuertes y respetadas, Colombia podrá avanzar hacia una paz real y duradera.
*Exmagistrado*Exministro de Estado