La respuesta a la crisis regional generada por la ola migratoria de millones de desesperados venezolanos en los últimos dos años tiene que ser no solo continental sino global.
Es claro que las decisiones aisladas tomadas por distintas naciones suramericanas para contener o regular la llegada en masa de quienes huyen del régimen chavista no tienen mayor eficacia. Optar por la exigencia de pasaportes y otros permisos o reglas migratorias excepcionales no es muy útil en una continente en donde las fronteras terrestres son muy extensas y con un sinnúmero de trochas y corredores limítrofes que no son cubiertos por las autoridades y, por ende, facilitan la movilización a diario de decenas de miles y miles de venezolanos por Colombia, Ecuador, Perú, Brasil, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Argentina y Chile.
En todas esas naciones se han adoptado medidas para enfrentar las problemáticas derivadas de esta diáspora pero ante el agravamiento de la crisis política, económica, social e institucional generada por el dictador Nicolás Maduro, la mayoría han resultado insuficientes. Igual ocurre en Centroamérica, en donde también la migración venezolana está empezando a generar tensiones internas, no sólo por la gran cantidad de personas que llegan en busca de comida, trabajo y progreso, sino por los millares que a diario se enrumban hacia el norte en busca de ingresar a Estados Unidos por la frontera mexicana.
Aunque en distinta proporción, los problemas reportados por la migración forzada de más de dos o tres millones de venezolanos (sin que existan cifras oficiales al respecto) son los mismos: tensiones entre los ciudadanos locales y los extranjeros; insuficiente infraestructura de salud, servicios públicos y de asistencia social para atender a estos últimos; crecimiento incontrolable de la economía informal; desplazamiento de mano de obra local e impacto en el desempleo; aumento de la prostitución, la inseguridad y la explotación laboral a los ‘sin papeles’…
En Venezuela vive la crisis humanitaria más grave de las últimas décadas en el continente americano y, por sus dimensiones, es claro que ya sobrepasó la capacidad de reacción y maniobra de los gobiernos regionales y de la propia OEA, razón por la cual le corresponde actuar a las Naciones Unidas. La diáspora venezolana combina, lamentablemente, causas de otros fenómenos de desplazamiento masivo de población en el resto del mundo, pues está motivada por hambruna, inseguridad rampante, violación sistemática de derechos humanos, quiebra del aparato productivo, escasez crítica de empleo, sensación de no futuro, expropiaciones al por mayor y ausencia total de instituciones democráticas que garanticen el respeto a las garantías más fundamentales de un ser humano, empezando por la propia vida.
En ese orden de ideas, todas las miradas del continente y del mundo entero están centradas en las reiteradas amenazas de los Estados Unidos de que todas las opciones están sobre la mesa, pero aparte de las sanciones que parecen no hacerle mella al régimen, no aparecen.
Ahora bien, el aumento del flujo de migrantes venezolanos, ello tendrá en nuestro país un impacto negativo del 1% en el PIB que ya de por sí es bastante. No es un tema fácil. De un lado porque está claro que el Gobierno colombiano y otros de la región se han embarcado en un plan asistencialista de carácter humanitario sin recursos. La poca ayuda anunciada por Estados Unidos y la Unión Europea, no se ha visto y lo que viene es peor.
La llamada ‘revolución bolivariana’ no solo hizo aguas, sino que destrozó a un país que alguna vez fuer próspero y pujante. Eso es lo que hace el populismo, el mismo que quieren implementar en Colombia. De esas especies, Dios nos guarde.