La crisis social que vive Colombia ya desde hace dos meses y que se ha manifestado en sucesivas marchas, protestas, paros y bloqueos, rodeados en muchas regiones del país, por hechos violentos, ha originado propuestas también de toda índole sobre la mejor alternativa de enfrentarla, aunque la mayoría de ellas se dirigen hacia el reforzamiento de los medios policivos de contención de la expresión callejera, en especial cuando esta deriva en actos peligrosos contra las personas o los bienes.
Estas ideas, que apuntan más al control de la coyuntura y de los hechos violentos en la misma medida en que van presentándose, aunque son necesarias e indiscutibles, dejan de lado diversas vías para llegar al fondo del origen de esta ola de violencia.
Por esta razón desde diversos sectores se buscan formas expeditas de diálogo de las comunidades con el Estado, que busquen concretar sus reclamos.
En verdad esta ha sido una constante en la historia colombiana: la ausencia de canales de expresión y de entendimiento ha sido causal de exclusión incluso a la participación política, que a mediados del siglo pasado, derivó en expresiones armadas que concluyeron, como en el caso de las Farc, en un movimiento guerrillero totalmente permeado por la ambición, el narcotráfico y las más feroces expresiones de violencia.
Esta necesidad de abrir un diálogo nacional amplio y sin condicionamientos es la que, en buena hora, entendieron las partes para que, mediante la expresión de las necesidades de unos y los compromisos de otros, se pueda dar un espacio nuevo en el que la convivencia supere este momento traumático y podamos comenzar a resolver la compleja situación de crisis general que vivimos, para de alguna manera poder volver a pensar en Colombia como un país con un futuro prometedor para todos.
No por ello se debe desconocer todo lo que está pasando en buena parte del país, que sin duda cambió su dinámica, no solo tras la pandemia, que acabó completamente con los planes trazados por cada uno de los gobiernos locales, sino tras el paro nacional, que sumió a Colombia en una fragilidad institucional tan grave, que ya nos acostumbramos a que todos los días sin falta ocurran desmanes en las ciudades del país, con pérdidas de vidas y destrozos a bienes públicos, sin que pase absolutamente nada.
Es urgente salir del atasco en el que quedamos como país. Recurrir de nuevo a la violencia o al asesinato de líderes o gobernantes es no haber entendido nada de las lecciones aprendidas con dolor en las últimas décadas. Pretender que mediante el asesinato, el caos y la muerte se logrará algún cambio benéfico para una nación es estar condenados a repetir los mismos círculos de sangre y violencia que creíamos superados. No podemos seguir encerrados como país en ese diálogo de muerte.
Hay que perseguir a los responsables de estos hechos demenciales. Pero también hay que volver a retomar las apuestas de futuro como país. Es doloroso escuchar a los jóvenes hoy querer irse de Colombia como su alternativa de futuro. Necesitamos líderes que estén a la altura de gran desafío que es hoy nuestro territorio.