Quienes promovieron, patrocinaron y lideraron el paro, ya cumplieron su objetivo. Destrozaron la economía, incendiaron estaciones de policía, despachos judiciales (¿apoyaron al hampa?) edificios públicos, almacenes, bienes privados, nos pusieron en el ámbito internacional como país paria; estigmatizaron a nuestra fuerza pública; la acorralaron hasta el punto de hacerla ver como una fuerza asesina y reaccionaria; y el punto de quiebre, puso de presente la debilidad de un Gobierno que se apartó de la Constitución y de la Ley, la cual viene tranzando con quienes precisamente se han convertido en los precursores de la desinstitucionalización del país mediante el empleo de la violencia, la extorsión, el bloqueo y el secuestro de poblaciones y hasta de ciudades capitales, ejemplo Cali, que nos duele a todos los colombianos.
Lo anterior es el país que hoy tenemos como consecuencia del paro que inició hace 31 días, pero que no se sabe cuándo va a terminar, porque lo que se pretende y se busca negociar es el Estado de Derecho. Es decir, quieren tumbar al Gobierno, o que quien gobierna les entregue el país. No hay otra. No aceptan ninguna solución distinta ni intermedia, ni negociable. Y ello ocurre con la pasmosa permisividad de un Gobierno al que le ´midieron el aceite´. Un Gobierno que se dejó acorralar bajo el discurso de la defensa de los derechos humanos, de la calamidad social de la pandemia (como si en otros países no existiera), la represión de una fuerza pública que actúa en proporcionalidad a cuando es atacada, por ejemplo cuando una turba se acerca para quemar vivos a unos policías dentro de un CAI, y una ausente política internacional contestaria frente a la infame campaña desatada por esas fuerzas oscuras que con bolsillos llenos de plata es capaz de mover oficinas de relaciones públicas de cantantes y organismos internacionales que se reputaban imparciales y objetivos en el tratamiento de los asuntos internos de los países democráticos.
Pese a lo anterior hay dos realidades que no se pueden desconocer en Colombia: una desigualdad social dolorosa, que crece día a día, y un derecho a la protesta, que ha sido protegido desde la Constitución misma, pero que frente a ella no se tuvo nunca una claridad de sus alcances y objetivos. En ningún lado aparece por ejemplo, el derecho a los bloqueos, a provocar desabastecimientos y hasta el de matar niños no permitiendo el paso de ambulancias y vehículos médicos. La Constitución ni las altas cortes nos dijeron a los colombianos que quedaban autorizada la quema de puestos de policía, el ataque a la fuerza pública en forma indiscriminada, ni se legalizó la destrucción de bienes públicos y privados. Aquí necesitamos con urgencia que las Cortes aprueben todos estos desmanes que estamos viendo al amparo de la llamada protesta social o que ésta se detenga hasta cuando no se aclare los alcances de la barbarie.
Y aclaramos. A nadie se le está negando el derecho a protestar, a que salgan a vociferar, a exhibir los carteles y pasacalles que quieran, a exigir y demandar soluciones a los problemas que aquejan a la sociedad. No. Quien quiera hacerlo de manera que no violente los derechos de los demás, bien puede hacerlo. Pero eso es lo que no se ha hecho. Y es donde se desnaturaliza todo lo que con horror estamos viendo.
Por eso causa indignación y rechazo cuando los voceros de organismos internacionales prejuzgan a nuestras autoridades y al país sin antes ver, por ejemplo, el horror de cuando incendian los Cai con los policías dentro, o de cuando un manifestante es muerto a bala sin establecerse con certeza de dónde provino el disparo. Lo más fácil decir que fue la Policía.
Mientras todo esto sucede, las pérdidas por el paro en todo el país ascienden a más de 10,5 billones de pesos, empresas insignes de la economía están al borde de irse a la quiebra y los comerciantes ya no pueden sostener por más tiempo sus locales cerrados, viviendo cada día frente a la incertidumbre de que la marcha pacífica se transforme al llegar la noche en una ola de destrucción de sus vitrinas.
Este círculo de odio y violencia en el que entró el país solo nos llevará al abismo. Nadie discute la validez de muchos de los reclamos que hoy se hacen. Pero no se logrará más empleo destruyendo el empleo, no se obtendrá más y mejor educación negándoles a los estudiantes hoy la posibilidad de regresar a las aulas. No será posible tener un país con mejores ingresos para todos, que nos permitan saldar la deuda histórica con los más pobres, destruyendo el sistema productivo y sumando aún más pobres a la realidad de Colombia, que es lo que quedará si se insiste en bloquear la salida y entrada de alimentos y productos, en todo el país.
Es hora de hacer un llamado a la sensatez. No tiene ya ningún sentido persistir en el llamado a un paro nacional que nos va a llevar a todos los colombianos al abismo. Y cuando estemos en él, ya sobrarán las lamentaciones. Pero lo que más indigna es la absoluta pasividad de la inmensa mayoría de los colombianos que está permitiendo la destrucción total del país. Eso sí no se perdona. Así empezó Venezuela y ahí la tenemos. Hacía allá vamos.