No ha pasado una semana desde que el Gobierno radicó el proyecto de reforma tributaria, bajo el título de “Ley de Solidaridad Sostenible”, y a la propuesta le han llovido críticas y objeciones lo mismo que rechazos desde todos los frentes. Ha habido fuego amigo y no tan amigo. La han cuestionado gremios, partidos políticos, sindicatos, analistas económicos y tributarios, académicos y hasta cómicos. De eso se trata la democracia, diría el ministro de Hacienda, y tiene razón. La pregunta que surge es si las críticas son desinteresadas y quieren el bien común, o solo representan los intereses particulares, sectoriales, de quien o quienes las formulan, lo que es válido, en cuanto esos sectores tienen derecho a defender sus intereses, pero por otro lado, hay que tener claras las dificultades que esta situación compleja arroja, donde debe primar el bien común.
Vamos por partes. Se ha cuestionado la oportunidad del proyecto. Se dice que a un año largo de las elecciones los congresistas tienen sus prioridades; de hecho, están dedicados a armar sus campañas políticas para garantizar que sean elegidos para la próxima legislatura. Tampoco les interesa apoyar iniciativas sensibles que puedan menguar los votos de la población afectada por la situación económica creada por la pandemia.
Este argumento de la oportunidad de la reforma es parcialmente cierto. Hasta ahora en Colombia las reformas se hacen sobre todo al principio de los gobiernos, cuando el capital político es fuerte. Pero esa no puede ser una restricción para omitir el trámite de una reforma en un momento como el actual. Básicamente, porque el país está ad portas de una crisis fiscal, como lo ha explicado de forma reiterada el Gobierno. El Congreso debe ser consciente de eso y de lo que puede pasar si no se logra una buena reforma, y quedemos desvalidos frente a unos mercados financieros muy volátiles.
También se ha dicho que es una reforma demasiado ambiciosa en el recaudo esperado ($24 billones) y que también quiere abarcar muchos aspectos (aunque no tantos como Fedesarrollo, que impulsa otras reformas claves, como la pensional y la laboral). Eso es definitivamente cierto, el tema es que hay que ser ambiciosos en este momento tan delicado. El monto que se quiere recaudar debe servir para aliviar las cuentas del Gobierno, pero también para financiar el gasto social, indispensable para paliar la pobreza y el desempleo que se están agudizando con la pandemia.
No se trata de hacer asistencialismo, el Gobierno tiene claro, porque así lo ha dicho, que el camino para reducir la desigualdad pasa por la inclusión productiva de los colombianos. Lo que implica unas finanzas estatales sanas que faciliten el acceso al empleo formal y mejores puestos de trabajo. Una buena reforma debería apoyar la recuperación.
Uno de los puntos más polémicos es la iniciativa que propone que, a partir de 2022, quienes ganan más de 2,4 millones de pesos mensuales deben declarar impuesto de renta. Seguramente, este será uno de los puntos que se revisen, porque al fin al cabo, ese monto representa cerca de dos salarios mínimos y medio. Ojalá no se pierda el principio que es ampliar la base tributaria, lograr que más hogares tributen sobre el ingreso y que lo hagan con progresividad. La reducción de las exenciones al IVA también ha sido muy cuestionada y es, junto con la ampliación de la base tributaria, uno de los ejes de la propuesta para poder financiar los programas sociales. Ni se diga el gravamen a las pensiones, con las serias objeciones de constitucionalidad que tal medida comporta.
Como está el debate hasta ahora, lo más aconsejable es que el Gobierno logre consensuarla, pero sin arrogancias. Que reconozca que se equivocó y dispuesto a retirar y corregir aquellos puntos polémicos y tal vez se pueda abrir un espacio menos espinoso y peligroso que el actual.