El arranque de un soñador que terminó siendo ídolo
POR:WILLIAM ROSADO RINCONES
En las sabanas de ‘Juan Márquez’, comenzó a escribirse la historia musical del hombre que se atrevió a ‘insertar’ en su cerebro la más poderosa máquina para crear canciones e inventar ritmos sin conocer, tal vez, la existencia de la palabra conservatorio.
‘Juan Márquez’ era una región baldía en los alrededores de Valencia de Jesús, el corregimiento más colonial de Valledupar, era un territorio de todos, cuando la ambición por la tierra no calaba en el pensamiento de los humildes habitantes de esa comarca; simplemente, eran sabanas comunales, en donde hacían sus sembrados.
De allí sacaban la madera y la palma, con la que renovaban cada cierto tiempo los techos de sus ranchos. En esa región, fue donde Calixto Antonio Ochoa Campo comenzó a reunir la plata con la que le compraría un acordeón a su cuñado Sixto Córdoba, quien también era aficionado a la música.
“Era un acordeón que tenía más esparadrapo que un herido”, así lo describió Calixto, para referenciar lo remendado que estaban sus fuelles, producto del tire y jala de esas manos callosas con las que le sacaban notas y melodías empíricas. En esa zona olvidada por la historia, y hoy cercada por alambres y parcelado en varias fincas, se inició el perfil musical de Calixto Ochoa, hijo de una pareja de campesinos: César Ochoa y María Jesús Campo.
En el arranque de la vida musical de Calixto Ochoa fueron fundamentales sus hermanos: Rafael Arturo, y Juan Bautista Ochoa, ambos fueron extraordinarios ejecutantes, pero no se arriesgaron a salir de la región, les faltaron las agallas que le sobraron a su hermano menor, Calixto Antonio, quien más tarde se convertiría en el más grande compositor de Colombia.
Las motivaciones que llevaron a Calixto a comprar su propio acordeón fue por el regaño que una vez se llevó por estar tomando a escondidas el instrumento de Juan, quien era celoso con su diapasón.
“Antes los acordeoneros se llevaban su instrumento a cada uno de los lugares donde ejecutaban sus labores, de manera que era común ver un acordeón colgado en la horqueta del sillón de un burro o de una mula, rumbo a los cultivos o a otros menesteres del campo, en donde por las noches ensayaban como una manera de descansar de la dura faena”. Así lo asegura, Milciades Rodríguez, primo de Calixto Ochoa.
POR UN REGAÑO
En una de esas jornadas de aserrar madera se llevaron al menor para que les cuidara las cosas personales y les cocinara. Mientras los mayores se internaban en la selva, el pequeño Calixto, aprovechaba y tomaba el acordeón de Juan, hasta que este lo descubrió y lo expulsó del grupo.
Eso motivó la meta de Calixto Ochoa para conseguir su primer acordeón, se propuso reunir los recursos para comprar el suyo y así lo logró. Ese primer dinero lo reunió en la caza de unas iguanas las que hábilmente negoció en Pueblo Bello, en donde los indígenas arhuacos eran grandes consumidores de esa presa. Con ese aparato comenzó la edificación del gran ídolo, posteriormente compró el del cuñado Sixto Córdoba, y ahí despegó en el arte musical.
La pobreza era la talanquera más grande con la que debían enfrentarse la mayoría de habitantes de Valencia de Jesús, esas tierras baldías fueron ocupadas por gamonales y los dejaron sin donde cultivar, condenándolos a ser peones de las haciendas circundantes y en donde la mayor maestría era ser ordeñador.
Precisamente, Calixto ya siendo adolescente, ingresó a ese mundo de los corrales, bramidos, terneros y caballos en una estancia denominada ‘Pedro Becerra’, allí comenzó un ciclo que lo llevó a graduarse con un título que más tarde se le atravesaría en el camino pero con otra connotación: ‘Corralero’. Esa pobreza y esas ganas lo motivaron a perfeccionar su talento, de su mente no se le borraba todo lo que tenía que hacer su mamá para vestirlo. Así años más tarde lo narró en una canción.
“Yo recuerdo que mi madre
Cuando yo estaba pequeño
Con sus trajecitos viejos
Me hacía mis pantaloncitos
Cumpliendo con su deber
Pasando miles tormentos y
Así me fue levantando
Hasta que fui un hombrecito”
Aunque nunca renegó de su pobreza, sabía que era una mancha lacerante y que él no había nacido para esos avatares de peón, por eso le pedía a la imagen del nazareno, el único protector con que aún cuentan sus paisanos, que lo ayudara a salir a “rodar tierra sin fin” como después, también lo cantó.
PRIMERAS SALIDAS
Ya con su propio acordeón con el que se volvió popular en el pueblo, quiso buscar otros horizontes. Un día sacudió sus alas dejando el nido materno; aprovechó la llegada de ‘los maromeros’ que era una carpa de los gitanos que por la época recorrían los polvorientos pueblos de la provincia amenizando las noches de esos lugares con las películas del cine mexicano. Esa primera salida no demoró mucho, las rogativas de su mamá, más la nostalgia de la tierra lo hizo regresar.
Pero la experiencia le sirvió para sus futuros ‘vuelos’, sabía que si miraba hacia atrás quedaría ni la estatua bíblica de la mujer de Lot. Además le tocaba asumir la responsabilidad de un hogar porque se había comprometido con una muchacha a quien había hipnotizado con la ejecución de su acordeón. Así las cosas, fue obligado a casarse y asumir un compromiso que en medio de las jornadas de ordeño no le permitiría darle una vida digna, por eso aceptó el reto de buscar nuevos horizontes en la música.
“Era una mujer hermosa, mona llamativa, natural de Pueblo Bello y familiar de Paulina, la mujer de su hermano Rafael Arturo, quien ya se había ido a vivir a esa población. Carmen Mestre se llamaba esa mujer que lo flechó y a la que se trajo en el anca de un burro” recuerda Milciades Rodríguez.
Para esa época nadie les prestaba atención a los acordeoneros, por eso Rafael Arturo, el hermano mayor de Calixto, quien era un buen ejecutor, le tocó enfrentar otros oficios que lo fueron absorbiendo, por eso se fue a trabajar a Pueblo Bello en donde ejercía como arriero, bajando café de las haciendas, esta actividad le dio cierta comodidad, hasta que resolvió quedarse allí en donde se casó con Paulina Mestre, familiar de la mujer que enamoró a su hermano Calixto Antonio.
Precisamente, la mujer con quien se casó Calixto, la conoció en Pueblo Bello en sus inútiles viajes para hacer lo ruegos a su hermano para que se devolviera para Valencia, pero se encontró de frente con Carmen, esa diva que lo encantó y a los pocos días la bajó presuroso a su nicho de amor.
Asumido el compromiso le tocó trasladarse para Aguas Blancas, otro pueblo a diez minutos de Valencia, en donde se vislumbraba un mejor ambiente, allí vivió su plena luna de miel. Instaló a su esposa y emprendió las salidas en busca de mostrar todo su talento. Así, iba y tocaba en tierra cercana y volvía a darle vuelta a su idilio. Pero esa soledad fue causando unos vacíos en los sentimientos de la mujer, lo que originó un temprano rompimiento que dio nacimiento a las primeras canciones de despecho de Calixto.
“La mujer, la mujer que yo tenía
Yo si desconfiaba que ella a mí me traicionaba
Y por lo mismo salí hacer una recorrida
Porque en este mundo yo quería experimentarla
No es por hablar pero yo sí lo sabía
Que su sentido no eran de mujer honrada”
Con su orgullo herido, cerró los ojos y emprendió la definitiva cruzada que lo fue dando a conocer en cada pueblo, en donde sentían su grandeza, hasta que logró constituir un conjunto que se paseó por diversos pueblos, en donde su eco se fondeó en eternas madrugadas, hasta que logró su primera grabación, después, entre tantos ires y venires, se estableció definitivamente en Sincelejo donde se ancló, vivió y murió.
“Después salí a rodar tierra sin fin
Dejando sola mi tierra natal
No tengo plata pero menos mal
Que ya cambió mi modo de vivir……”
Así se define el inicio de Calixto Ochoa Campos, un artista que compuso más de 1600 canciones de su autoría y creador de los más disímiles personajes de su narrativa costumbrista, que después de haber sobado a escondidas un acordeón en medio de una montaña, se dio el lujo de actuar en los más exclusivos salones de Colombia y el mundo, y dejó un legado que paulatinamente ha sido replicado por los grupos modernos, y que dejó en Rolando Ochoa, su hijo, la más fiel herencia para que se siga prolongando su obra. Pero eso sí, quiso que lo sepultaran en Valencia, su pueblo, en donde su tumba por las noches, parece silbar esta, una de sus tantas inspiraciones:
“De nada vale en el mundo este tanto orgullo
De que nos sirve en la vida ser tan creídos
Si todo aquello se vuelve nada
Saben que todos nacimos pa’ ser difuntos
Y al fin y al cabo tarde o temprano
Toda esa grandeza siempre se acaba
Por eso es que todo el mundo pa’ mi es igual
Yo respeto al niño y respeto al viejo
Le hablo al que tiene plata al que no la tiene
Al acomodado y al limosnero”